viernes, 11 de septiembre de 2009

Magia negra

Publicado originalmente en “Letras Argentinas de Hoy 2003” - Editorial De Los Cuatro Vientos (2003)


El mago Master era un mago pobre.
Se llamaba José y había nacido en Almirante Brown, en una casita de chapas y piso de tierra.
Se interesó en la magia a los cinco años, mirando a su padre, Rubén, “El Rubén”, como le decían en el barrio, que no era mago pero jugaba a que hacía desaparecer el pan de la mesa cuando se quedaba sin comida.
José era el menor de cinco hermanos, todos varones, todos pobres.
Llegó hasta tercer grado y tuvo que dejar la escuela para ir a trabajar con su papá y sus hermanos juntando cartones en la Capital.
Viajaban todos los días en un camión rojo y destartalado que los pasaba a buscar por el asfalto, a unas veinte cuadras de la casa. Cargaban sus bolsas, sus carritos, robados de la playa de estacionamiento de un supermercado, y se amontonaban con otros veinte o veinticinco cartoneros. Durante el viaje discutían sobre fútbol y se repartían barrios, manzanas y esquinas de la Capital.
Un día, cirujeando cerca de la peatonal Florida, José vio a un chico que hacía magia en la calle. Era apenas más grande que él, de trece o catorce años.
Tenía una mesita con patas de metal, cubierta por un palo de felpa verde, y cartas, cubiletes y una varita mágica negra con las puntas blancas. La gente se arremolinaba a su alrededor como palomas y arrojaban monedas en una galera negra, de cartón corrugado, tirada en el piso junto a un cartel de letras amarillas: “Oswald, el Mago”.
Esa noche José no pudo dormir, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra el techo de chapa y soñando con trucos de magia, con galeras y conejos, como los que había visto una vez en la televisión, con una asistente muy linda, de pelo rubio enrulado, con monedas y billetes, con aplausos.
Pensó en un nombre artístico y se le ocurrió El Mago Pichicho, nombre con el cual hizo sus primero trucos seis meses más tarde para unos amigos del barrio. Pichicho era su perro, marrón y rengo, con un colmillo partido y olor a lluvia estancada en los charcos de la cuadra.
“El mago Pichicho”, pensó, y se puso contento.
A la mañana siguiente José comenzó a juntar monedas para comprar un equipo de magia. Cada tarde limpiaba vidrios en la playa de estacionamiento de un supermercado y guardaba veinte o treinta centavos.
Tres meses después, un día luminoso y frío, José tomó el colectivo hasta Buenos Aires y caminó por calles desconocidas como un sonámbulo. Tardó más de cinco horas en encontrar una casa de venta de artículos para magos en la Avenida Corrientes.
Allí compró una pequeña caja de trucos, “Magia para principiantes”, decía la tapa, aunque él no supo leerla, una varita mágica de madera y una galera negra, todo por doce pesos, una fortuna.
Volvió a su casa excitado por la compra, abrazando la caja como había abrazado el cuerpo muerto, mojado y tibio del perro Pichicho que dos días antes había sido atropellado por un auto en la esquina de su casa.
La casa estaba vacía. Entró en silencio, con paso veloz y sutil de gato, y abrió la caja sobre la mesa. Los ojos negros se le iluminaron en la penumbra húmeda del cuarto. Había un mazo de cartas raras, no como las de jugar al truco, un cubilete, tres dados, dos pañuelos de colores, un par de guantes blancos, dos monedas y un librito.
José se quedó mirando la caja largo rato, sin atreverse a tocarla. Después se puso la galera, tomó la varita y fue hasta el espejo del baño, ennegrecido y roto, se trepó a los bordes del inodoro y se miró, sonriente, convertido por primera vez en el Mago Pichicho.
Antes de que volvieran sus hermanos o su padre, que seguramente nada entenderían de ansias mágicas ni sueños de galeras, guardó todo en una bolsa y lo escondió en el fondo de la casa, debajo de unos cajones que se pudrían desde hacía años al desamparo caliente del sol o al golpeteo monótono y arrasador de la lluvia.
Aprendió los primeros trucos mirando a Oswald, el Mago de la calle Florida. Lo observaba cada tarde, extasiado, buscando los secretos de esa magia hecha con naipes y monedas. Por las noches, cuando todos dormían, salía al patio, tomaba su equipo de magia y practicaba hasta que el peso en los ojos le recordaba que al día siguiente lo esperaban kilos y kilos de bolsas de basura y cartones.
El Mago Master, José, por entonces el Mago Pichicho, entró a los golpes en la adolescencia, con pocos avances en sus habilidades mágicas, pero los suficientes como para que un día, por recomendación del almacenero del barrio, lo convocaran a su primera actuación. Fue en un cumpleaños, en el centro de Almirante Brown, donde mostró y escondió naipes y monedas a niños de diez años, en una casa pituca, como las llamaba su papá.
Esa tarde, entre sanguchitos de miga y Coca Cola sintió por primera vez las miradas incrédulas y maravilladas de los niños ante los movimientos de sus manos tajeadas, rugosas y doloridas pero cubiertas por guantes casi blancos, casi sucios.
Fue el dueño de casa, el papá del chico del cumpleaños, que le aconsejó cambiar su nombre cuando terminó la actuación. Le dijo, el señor, de anteojos y barba, que Pichicho era un nombre vulgar.
“No se me ocurre otro”, admitió José, bajando la cabeza, los ojos húmedos lamiendo el suelo, aún sin comprender qué quería decir vulgar.
El dueño de casa le levantó el mentón con la mano y mirándolo fijamente desde algún lugar distante detrás de los espesos cristales verdosos de los lentes, le dijo:
“¿Qué te parece el Mago Master?”
Sin esperar la respuesta, le explicó que Master quería decir Maestro, y que él era un maestro haciendo magia.
José nunca se había sentido tan feliz. No sólo por los veinticinco pesos que traía en el bolsillo cuando volvió a su casa sino por la frase, que le había quedado dando vueltas en su cabeza como una calesita: “vos sos un maestro haciendo magia”.
Esa noche su alegría fue completa cuando le dio la plata a su papá y le explicó, a él y a sus hermanos, cómo la había conseguido. Al principio no le creyeron pero él, José, el Mago Pichicho, el Mago Master, tomó su caja de trucos, y les ofreció un show completo de naipes y monedas que los dejó con la boca abierta.
“Hasta papá se rió”, pensó José mientras se dormía, con el corazón dando tumbos y las manos temblorosas y húmedas por la emoción. Nunca lo había visto reírse así, con los dientes amarillos bailoteando en medio de sus encías agujereadas.
Así comenzó el período más feliz de la vida de José, el Mago Master, actuando en los cumpleaños que festejaban los niños pitucos del centro de Almirante Brown. Sus trucos no mejoraban mucho, pero si sus movimientos, su presencia, su forma de relatar historias y chistes entre las monedas y los naipes.
En uno de esos cumpleaños, en una casa grande, de dos pisos y ladrillo a la vista, conoció a Lucía, que en pocos días no sólo se convirtió en su novia sino también en su asistente.
Con los años incorporó un conejo y cuatro palomas a su show. No sabía bien qué hacer con ellos, pero la torpe salida del conejo gris de la galera y las cuatro palomas alineadas sobre su varita siempre eran bien aplaudidas por los niños.
Cuando cumplió dieciocho años, José, el Mago Master, tomó la misma decisión que tiempo antes habían tomado sus hermanos y se fue de la casa. Su padre ni siquiera lo saludó. Hacía tiempo que El Rubén, como le decían en el barrio, se había ensombrecido, con los ojos siempre perdidos detrás de una capa húmeda y amarillenta que José atribuía al vino de cajita que tomaba todo el día.
También dejó atrás a Lucía, que ya no era su novia y había renunciado a ser su asistente cuando comenzó a salir con un muchacho del centro que tenía auto.
José tomó el micro, con una pequeña valija y doscientos pesos en el bolsillo, y se fue a La Plata, una ciudad llena de oportunidades, según le había dicho un vecino.
Durmió los primeros días en Plaza Moreno, perdido en una marea de calles sin destino, que se embrollaban en cada esquina y, antes de que su aspecto prolijo se descascarara por la vida a la intemperie, consiguió un listado de casas de fiesta en la Municipalidad y partió a pie, pacientemente, a ofrecer sus servicios mágicos.
Lo único que consiguió fue una actuación a prueba, sin paga, en el Salón El Molino, de calle 44. “Si todo sale bien y sos bueno, la próxima te contrato”, le había dicho el dueño, un señor gordo y pelado.
Pero las cosas no salieron bien para José, el Mago Master. Fue una fiesta de casamiento y, desde que llegó al salón, con su galera y sus guantes blancos, sintió la mirada alcoholizada de algunos muchachos, esa misma que tantas veces había visto en los ojos de su padre, y las sonrisas irónicas, algo torcidas, de payaso viejo.
“El Mago Master, qué grasa”, escuchó desde una mesa.
Trató de poner lo mejor de sí, pero no era su noche, ni eran niños los espectadores. Eran señores y señoras finos. Finos y borrachos que se reían de sus trucos.
Pensó en Lucía y en Pichicho y tuvo ganas de llorar. Ni siquiera las palomas, alineadas como siempre sobre su varita mágica quisieron inclinar sus cabecitas y saludar, lo único que había aprendido a hacer con ellas, enseñándoles el movimiento con trozos de pan mojados en leche.
Cuando terminó el show no hubo aplausos ni risas. Sólo silencio. Bajó la vista, como aquella vez en el cumpleaños de Almirante Brown cuando el dueño de casa le había dicho que el nombre Mago Pichicho era vulgar. Se acordó de su perro y quiso llorar. Esta vez nadie le levantó el mentón para consolarlo y cuando logró templarse lo suficiente como para levantar la vista sin que se le escaparan las lágrimas se topó con la mirada enrojecida y turbia de un muchacho de traje que le decía a su novia: “que hijo de puta, negro de mierda”.
Los años de peleas callejeras se le subieron al rostro como la fiebre y sintió un latigazo de sangre desde algún lugar del corazón, desde alguna infección del pasado. Se tiró de cabeza sobre el muchacho, como se tiraban los arqueros de fútbol que habían visto en los números viejos y ajados de la revista El Gráfico que encontraba en la basura. Lo golpeó en la cara, una y otra vez, hasta que los puños engalanados con guantes blancos comenzaron a embeberse en sangre roja y caliente como esponjas de gala.
José, el Mago Master, estuvo tres días en el hospital y un mes preso. Le habían roto dos costillas a patadas y le faltaban tres dientes. Cuando salió de la comisaría todavía guardaba acuarelas amarillentas de moretones en la espalda y las piernas.
Deambuló días y días por La Plata, sin rumbo, los ojos perdidos, ojos de muñeco, revolviendo la basura de Mc Donalds de Calle 8, limpiando algún parabrisas en 7 y 32, durmiendo en Plaza Italia o, cuando llovía, debajo de un bloque de hormigón del Teatro Argentino.
Nunca supo exactamente, ni le importó demasiado, cuánto tiempo vivió en las calles de La Plata, cuidando autos en las cuadras cercanas a tribunales, vendiendo flores silvestres en los restaurantes del Camino Centenario.
Y cuando el recuerdo de Lucía fue demasiado doloroso, cuando su perro Pichicho, rengo y cariñoso y tibio, comenzó a ladrarle en sueños, volvió a Almirante Brown.
Su padre había muerto, o se había ido, nadie lo sabía con precisión. La casa de chapas estaba igual que siempre, húmeda, llena de barro, casi sin muebles, con los mismos cajones malolientes en el patio, debajo de las cuales escondía su caja de trucos de magia.
Volvió, cada mañana, a treparse al mismo camión rojo que lo llevaba a la Capital para juntar cartones y revolver bolsas de basura.
Con el espíritu ensombrecido, una tarde compró una nueva caja de trucos mágicos en la misma casa de la Avenida Corrientes. Volvió a su casa con paso cansado y la abrió sobre la mesa, esperando que desde el cubilete salieran recuerdos, aparecieran alegrías; esperando que la risa de su padre retumbara en las paredes de chapa.
Se puso la nueva galera y los guantes y se miró en el espejo del baño, en penumbras, sin encontrar ni siquiera allí la sombra del Mago Master.
José volvió a presentar su show en los cumpleaños del centro. Ya no causaba tanta gracia entre los niños ni tan buena impresión a sus padres, pero allí iba, ofreciéndose como “el Mago Master que había triunfado en La Plata”.
A veces ni siquiera le pagaban por sus actuaciones, aunque a José poco le importaba mientras lo dejaran comer un poco y tomarse algunos vasos de cerveza o de vino.
José, el Mago Master, se hizo viejo, la gente de casas de chapa de Almirante Brown envejece rápido, acompañado únicamente por el recuerdo del perro Pichicho, que lo seguía fielmente como un fantasma en pena por las calles de barro, ladrando junto a su maleta de trucos mágicos, junto a la jaulita de Cora, su nueva paloma blanca y gorda que había cazado y adiestrado en el fondo de la casa con pan mojado en leche.
Los chicos del barrio lo saludaban. “Ahí viene el Mago Master”, decían cuando lo veían llegar desde el asfalto donde lo dejaba el camión y se juntaban a su alrededor como palomas, aquellas palomas que se arremolinaban alrededor de Oswald, el Mago de la calle Florida.
Cuando veía venir a los niños, José, el Mago Master, sonreía casi como antes, se ponía la galera y les hacía algún truco con monedas o naipes, trucos cansados y viejos con sus manos doloridas, acostumbradas a arrastrar cajas y bolsas, recordaban torpemente.
Una tarde, cuando se preparaba para una actuación en una casita de chapas a dos cuadras de la suya, descubrió que la paloma Cora había muerto. La miró largo rato, tirada en el fondo de la jaula, con las alas abiertas, esperando que se moviera. Hasta le acercó pan con leche suplicando contra la jaulita que no lo dejara, pero la paloma Cora ya había volado lejos del barro y de las chapas de Almirante Brown.
Se quitó la galera y lloró, secándose las lágrimas con las manos enguantadas.
Suspendió la actuación y esa noche cenó paloma a la cacerola y siguió llorando.
Tiró los huesos al suelo, en un rincón, se agachó y acarició el fantasma del perro Pichicho antes de irse a dormir. Soñó que se moría y, en ese sueño, revelador, entrevió el truco de magia perfecto, ese con el que todos los magos sueñan, sin hilos, sin imanes, sin explicación.
Se levantó en penumbras, llamó al perro Pichicho y, sin siquiera tomar un abrigo, salió a la calle para perderse en la negrura de la noche, cuidando que nadie en el barrio viera su partida.
En Almirante Brown nadie supo qué fue de él.
La casa de chapas amaneció vacía, con su galera y su caja mágica sobre la mesa, con la cama deshecha y los platos sucios, con un montoncito de huesos de paloma mordisqueados en un rincón del suelo.
A partir del día siguiente, cada noche, cuando regresaba el camión rojo de los cartoneros y los niños del barrio preguntaban qué había sido de la vida de José, el Mago Master, simplemente le contestaban “desapareció”.
Y ese fue su mejor truco.

viernes, 6 de febrero de 2009

Los gordos del Macdonal

Publicado en la Antología "Nueva Literatura de Habla Hispana" (Editorial Nuevo Ser, Argentina, 2009).

I

Se acercó a la caja, con aire resuelto aunque algo distante.
—Buenas tardes, ¿qué vas a llevar? -le preguntó una empleada sonriente y tan pequeña que apenas sobresalía por encima de la caja registradora.
—Una hamburguesa, de esas grandotas, y una Tab -pidió.
—¿Una Tab? -preguntó la empleada-, ¿qué es?
—Una gaseosa, una gaseosa de bajas calorías, ¿no la conocés? -se indignó-, ¿cuántos añitos tenés?
—Dieciocho –contestó la empleada con un tono algo nervioso.
—Claro, claro -dijo él y giró su cabeza para sonreírle a un muchacho gordo y rapado que hacía cola delante de otra caja-, sos muy chiquitita, ¿cuántas veces te eligieron empleada del mes?
—Dos -contestó ella, ruborizada debajo de unos rulos castaños y movedizos-, ¿qué se va a servir con su Big Mac?
—Coca Neuss -dijo seriamente y sonrió al ver el desconcierto en los ojos de la chica-, fue un chiste. Dame una Coca.
La empleada se alejó con paso gracioso, de lagartija con rulos, y comentó algo con otro empleado sonriente, de camisa a bastones rojos, tan insignificante como ella.
En pocos segundos regresó a la caja con el pedido. Cuando apoyaba la bandeja sobre el mostrador, pudo ver una extraña inscripción en la remera del cliente, gordo y pelado, apenas visible debajo de una campera de jean: «Muerte al payaso Ronald».
—¿Sabés, nena?, en la época de la Coca Neuss, y ni hablar de la época de la Vidú, la gente vivía mejor en este país -le dijo y, después de guiñarle un ojo, se alejó de las cajas.
Caminó lentamente hasta la primera mesa, ubicada sobre la izquierda del local, mirando hacia la calle, y se sentó de costado, apoyando la espalda contra la pared. Hizo un gesto casi imperceptible, tocándose la oreja derecha. Un pequeño ademán que sólo percibieron cinco personas en el lugar. Los cinco eran gordos. Los cinco estaban rapados.
La «Operación Frenys» había comenzado.




II

Sus nombres de guerra eran, por orden jerárquico, Bondi, Púa, Birome, Vino, Gardel y Asado, también apodado Tirita por ser el más pequeño.
Cuando Bondi hizo el gesto convenido, Púa y Gardel se acercaron a la puerta, esperaron que entrara una señora de tapado marrón y paso cansino, y la cerraron violentamente.
Asado, que se había deslizado como un fantasma hasta la segunda fila de mesas, sacó un revolver y lo apoyó en la nuca del único guardia de seguridad, que comía un helado de crema con la vista perdida en el suelo recién lavado a golpes de lampazo.
Bondi, el más gordo, se paró sobre la mesa, sacó una pistola y dijo, apuntando al techo lleno de globos de colores:
—Todos quietos o son hamburguesas.
Hubo un instante de confusión, gritos y corridas.
Gardel, el más ágil de los gordos, tacleó a un joven de traje que intentaba huir hacia la calle y Asado tomó del cuello a una señora de rulos duros y sucios, armados con spray.
Los gordos se movieron rápidamente. Birome y Vino colgaron unas cortinas oscuras, tapando los ventanales que daban a la calle y colgaron en la puerta un cartel de acrílico blanco y letras negras que decía «cerrado por balance».
Bondi corrió hasta las cajas, saltó el mostrador y después de pegarle un culatazo en la cabeza al supervisor de turno, de reglamentaria camisa a bastones rojos que comenzaron a perder la forma en medio de una mancha de sangre, arrancó el teléfono.
—Somos los gordos del Macdonal -gritó Bondi- si se quedan tranquilos no les va a pasar nada y en unos minutos se van a poder ir tranquilamente, después del tratamiento anti-imperial.


III

Gardel, parado en medio del pasillo del local, dijo mecánicamente:
—Los niños al pelotero. Los padres los acompañan y vuelven a las mesas inmediatamente. Ahora mismo, o vamos a hacer aros de cebolla con sus orejas. El primero que hable o haga ruido termina más pálido que el payaso de Macdonal.
Mientras comenzaba la extraña y silenciosa peregrinación hacia el pelotero, Púa se sentó en una mesa individual y dijo a viva voz:
—Los extranjeros, si son tan amables, deben acercarse hasta aquí, con el documento en la mano -miró alrededor-, después de un pequeño trámite podrán retirarse.
Lentamente, con desconfianza, cuatro personas se acercaron a la mesa.
Púa los interrogó brevemente y anotó en un pequeño cuaderno de hojas rayadas y anillo espiral: «un bolita, dos paraguas, un chilote».
—Es para la estadística, ¿saben? -comentó, sonriente-. Si los señores son tan amables y se dignan a acompañarme hasta la cocina, en instantes podrán retirarse.
Los extranjeros lo siguieron con paso lento, en silencio, y se perdieron detrás de las freidoras industriales.





IV

El primer grito, agudo y chirriante, sonó como la agonía sexual de un gato o una frenada de automóvil. Pero era un alarido largo y doloroso que retumbó desde el fondo de la cocina.
—Tranquilos, que no pasa naranja –dijo Gardel, sonriéndole de colmillo a una adolescente.
El segundo grito pareció salir desde dentro de una caja de cartón, amortiguado por una mano o un trapo de cocina.
El tercer alarido inició una suave melodía gospel, un extraño mantra litúrgico, con un adaggio silbante que se perdió en medio de dos voces quejumbrosas, más bajas, para resurgir de entre sus agonías con un allegro vivace estridente y filoso.
El cuarto, con tonos barítonos y aterrados, completó el coro jadeante de voces que llegaban desde algún lugar de la cocina, detrás de la línea de empleados que se amontonaban en el suelo entre temblores, llantos y camisas de bastones carmesí.
—Ya está –dijo Púa, que apareció sonriente desde el costado del mostrador mientras guardaba un pequeño utensilio de metal, parecido a una cuchara de punta plana, en una caja de pana azul con puntilla blanca.
—Gardel, Asado, las cortinas, que nos vamos –ordenó Bondi, señalando con el arma.
Los gordos se dirigieron con paso rápido y gracioso, de pelota de goma rebotando en un suelo de baldosas, hasta la puerta.
Bondi retrocedió unos metros por el pasillo central, carraspeó y miró a su alrededor.
—Esto sólo fue una advertencia. Un llamado –sus ojos miraban sin ver a través de la gente. Les hablaba a todos sin hablarle a ninguno-. La próxima vez que los encontremos comiendo esta mierda, alimentando las arcas del capitalismo no vamos a tener otra opción que pasarlos por el consejo de guerra. Este es el país del asado, del vino, del dulce de leche, del tango –hizo una pausa y giró hacia la derecha- somos Argentina, ¿es que acaso no lo comprenden? Ar-gen-tina. Argentina potencia, el granero del mundo, la tierra prometida.
Dicho esto, volvió a girar hacia la salida, sus compañeros descolgaron las cortinas y el cartel de la puerta, y se alejaron rápidamente por la avenida al grito de “Ar-gen-tina, Ar-gen-tina”.
Cuatro espectros sudorosos y asustados resurgieron lentamente desde el fondo del local. Caminaron en silencio, agitando sus manos como palomas heridas, en una extraña y ritual fila india.
Arrastraron los pies hasta el centro del salón y sin levantar la vista del suelo fueron saliendo a la calle, con los rostros sin color, muertos y lechosos como muñecas de porcelana, los ojos perdidos en algún recuerdo, a punto de desbordarse.
En las palmas de sus manos, ardientes y sedientas de cremas y hielos, reposaba en bajorrelieve, para el resto de sus vidas, una marca grabada a fuego: «Argentina potencia, reserva moral del mundo”.

lunes, 31 de marzo de 2008

Huesitos

Publicado en la Antología "Mundo Literario 2007" (Editorial Nuevo Ser, Argentina, 2007). Finalista del Certamen "La Hucha de Oro" organizado por la Fundación de las Cajas de Ahorro de España (2007). Publicado en "Carne de Exportación y otros cuentos" (Fundación de las Cajas de Ahorro, España, febrero de 2008).

A cierta edad parece que se achican. Quizás realmente se achican, vaya uno a saber.
Así, medio encorvados, con ese paso lento y arrastrado de lombriz al sol no se los ve muy grandotes que digamos. Hay excepciones, claro, vaya si las hay, qué sería de nosotros si no las hubiera. Parecen chiquitos, como casi todos, pero al final resultan ser unos mastodontes debajo de sus sobretodos raídos y sus mortajas de chalina marrón.
Las mujeres no. Son casi todas chiquititas, con huesitos que parecen astillas. Aún las gordas, debajo de sus panzas gelatinosas, verdes en várices y derrames, son pequeñitas. No hay más que apartar los colgajos de grasa para comprobar que todas siguen siendo casi adolescentes. No, definitivamente no son grandes, pero son más. Tres a uno, por decir algo. Un hombre, tres mujeres, dos hombres, siete mujeres. De esa forma, uno puede compensar la escasez de varones y llegar a fin de mes como Dios manda.
A decir verdad, uno agarra lo que encuentra, lo que consigue o, mejor dicho, lo que se deja atrapar. Después de tantos años de trabajar en este negocio, aprendí que no se los puede abordar así como así, espada en mano gritando desde la quilla, bravuconeando debajo de la bandera con una calavera y dos tibias cruzadas antes de saltar a cara descubierta sobre ellos. No. Ese sistema puede funcionar con algunos pocos pero, a falta de músculos y hormonas, la mayoría aún conserva algún instinto o posee la convicción asesina del que nada tiene para perder. Y presentan batalla.
Hay que estudiarlos bien antes de decidirse a avanzar, delimitar el territorio de trabajo, conocer las horas en las que salen de sus casas y entran al espacio público, los lugares que frecuentan, sus recorridos y, aunque parezca extraño, sus eventuales compañías, porque muchas veces las tienen.
Hay que mirarlos, un día, dos días, una semana, quizás más. Desde lejos, con cuidado de no ser visto. Porque si uno es descubierto de nada servirán las argumentaciones del manual, el know how acumulado durante años por la empresa. No habrá forma de convencerlos. Un anciano asustado puede ser feroz como una rata rabiosa y, aún sin dientes morderá hasta el hueso. ¿Para qué pelear? Uno solamente es un trabajador, un esclavo de las armas de seducción, de la argumentación racional, del convencimiento casi amoroso. Somos hombres de negocios, con rol social muy claro, no mercaderes.
He visto compañeros, hombres jóvenes, entrenados y equipados con la última tecnología de caza, morir en manos de inofensivos ancianos que al sentirse perseguidos se transforman en máquinas de matar, con los dedos corvos y amarillentos convertidos en garras, la boca babeante como lobos, ojos hinchados de sangre, pozos ciegos, sin una sola lágrima para derramar por nada ni por nadie.
Hay que estudiarlos con calma, con compasión, sabiendo que el día de mañana, si llegamos a los setenta, Dios lo permita, seremos nosotros los buscados y, seguramente, con peores armas que las actuales, sin derechos ni opción alguna a negarse al bien común como se tiene hoy en día.
Una vez que tengo bien estudiado a un anciano, intento forzar un encuentro, un cruce callejero, siempre de frente, con mucha luz para que tenga tiempo de verme llegar y no se asuste más de lo conveniente. Sé que los conectores intimidan pero eso casi siempre juega a mi favor. A su edad no distinguen si son privados o públicos y muchas veces me confunden con un policía. Más aún si me ven llegar en mi vehículo. Hombre joven, conectores y vehículo, todo junto, sólo puede ser sinónimo de millonario o de policía. Demasiado joven para millonario, en sus mentes asustadas por apocalipsis interminables sólo puedo ser policía.
Los saludo con amabilidad, sin sacarme los lentes porque temo que puedan ver en mis ojos que veo el miedo en los suyos. Les sonrío con muchos dientes y los saludo como si toda mi vida hubiese esperado ese momento. Sé que no confían en mí, porque no confían en nadie, pero los conectores los intimidan. Me dan los buenos días o las buenas tardes -casi nunca salen de noche por lo que se dice que les ocurre a los ancianos cuando cae el sol- y se quedan quietos, sin siquiera atreverse a un simple temblequeo de manos. En ese momento no hay parkinson que valga, las ponen rígidas, anudadas debajo de vientre, con los nudillos blancos de miedo, temiendo que la edad los traicione una vez más.
"Psicología crítica", es lo que dice el manual, "escenarios de crisis", hipótesis de conflicto. Cautela, estrategias de seducción, aconseja la empresa. Tacto, sentido común, digo yo, mesura, voz suave, con pinceladas de ternura aquí y allá. Los tranquilizo poco a poco pero con firmeza, porque no es cuestión de que tanta precaución en el trato termine por restarme autoridad. Y cuando veo que su respiración vuelve a ser normal, o casi, les pido el ID. Gentilmente, pero con tono estricto: "¿Sería tan amable de enseñarme el ID?". Esa pregunta, con ese tono, nunca falla. Veo el alivio en sus caras, porque saben que no hace falta que les solicite el ID, que con sólo apretar un sensor de mi chaqueta puedo leerlo, lo solicite o no. "Lo pide, tiene buenas intenciones", piensan y acaso no se equivocan porque, en definitiva, trabajo por el bien de la humanidad. Sus caras se descontracturan, se les desarma la rigidez de las facciones, vuelven a cubrir con rosas y rojos el amarillo composé de sus mejillas arenosas. Algunos, inclusive, sueltan las manos al aire, como palomas tullidas, liberándolas de la cárcel de dedos, y relajan las piernas, las cambian de posición. Y con una media sonrisa en la boca me dicen "sí señor" y giran su muñeca derecha de corderos para mostrarme la plaqueta identificatoria.
Antes de scanearla me gusta adivinar los datos. Y créanme que, después de tantas lides, me equivoco por muy poco y muy pocas veces. Si me digo "setenta y tres años, ochenta y dos kilos" podrán ser setenta y cuatro y ochenta kilos, o setenta y dos y ochenta y tres, pero la diferencia nunca es mayor.
Ahí sí echo mano al manual de la empresa. "Objetivo sumiso", estrategia dos, historia de la humanidad y sus miserias, desarrollo tecnológico y falta de recursos naturales, ansias de trascendencia y realización personal, alejados de la manada, lobos heroicos enfrentando el destino de grandeza. "Objetivo indeciso", estrategia seis, puntos en la cuenta bancaria de la familia, alimentos frescos y posibilidades de bienestar económico para hijos, nietos y amigos. "Objetivo rebelde", estrategia doce, el inexorable final a la vuelta de la esquina, la imposibilidad de escape de la muerte, la opción legal y fructífera a sola firma ante la eventualidad de un asalto clandestino.
Después de la parrafada de argumentaciones, convenientemente acentuadas con ademanes simples, una mano extendida allí, una palma sincera acá, una sonrisita cómplice, quedan al borde del sí, en la cornisa. Sé que los tengo que rematar en ese instante, que la aceptación siempre es en caliente. Anciano que se enfría, anciano que sigue su vida miserable, lejos de la empresa.
Entonces les explico que, si bien del polvo venimos, no necesariamente tenemos que volver al polvo. Eso era antes. El método artesanal y sólo para ancianos o familias muy pudientes: madera lustrosa, tierra negra en terrones, gusanitos voraces y babosos, abono y podredumbre, o fuego de soplete, chuleta de muerto al horno, carboncitos y cenizas al viento, polvo de abuelo en una urna decorada que junta tierra en un rincón de la casa, encierro eterno sin memoria. Hoy no. Hoy podemos seguir siendo energía, ¿o acaso nunca escuchó que los humanos somos energía? ¿Para qué perderla? Podemos volar, dispararnos al infinito, explotar. Podemos llenar el aire de nosotros, dejar huellas en las nubes, cerquita de Dios.
En ese momento, después del convincente “cerquita de Dios”, la mayoría me firma la solicitud, la esperada autorización que otorga legalidad a los procedimientos empresarios y tranquilidad de conciencia a las convicciones religiosas.
Una semana más tarde, después de la fiesta de despedida, lujosa, para veinte invitados, solventada por la empresa, los pasamos a buscar. Es el momento del adiós, el instante de las lágrimas, las sinceras, las fingidas, las correctas y las esperadas, las de los beneficiarios de la póliza y las del anciano, lágrimas que dejan escapar sus ojos lechosos por cataratas y cegueras en ciernes, lágrimas que todos ellos se sacan de encima como lastre cuando comprenden que ya no habrá nada por lo que llorar.
Para mí es un día feliz porque, después de tanto trabajo, una vez entregado el anciano en tiempo y forma, la empresa incrementará el saldo bancario a mi favor. También es un día de ansiedad porque en el momento de la entrega especulo con las variables que pueden engrosar o disminuir mi paga. El trayecto hasta la empresa se hace largo, con el viejo mirando la nada, despidiéndose de sus fantasmas, en silencio, la cabeza ladeada como un cristo en la cruz y mi ansiedad por conocer el veredicto inequívoco del clasificador de densidad ósea.
Cuando llegamos a la base, el corazón se me desordena, pierde la compostura y salta como un mono. Son segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco y el anciano pasa debajo del arco de luz, se pierde de vista, acompañado por los técnicos y los médicos. Sólo segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco y se me acredita el saldo en la cuenta que monitoreo, casi mareado por la emoción, desde mi chaqueta. "Apto 1, ochenta y un kilogramos", leo y se me llenan los ojos de agua. A veces se me desbordan como diques, avasallados por la convicción venturosa de quien recibe una noticia inverosímil, como la de poder comprar y mantener un vehículo propio. Pienso en mis hijos, en la empresa, en el mundo. Y lloro. Sí, lloro de alegría, cuidando la compostura y agradeciendo a Dios por lo bajo. Otras veces, en cambio, leo "No Apto", o "Apto B2" y me cago en el mundo, en la plusvalía y en la empresa. Pienso en todo el trabajo, en las horas de seguimiento y estudio de campo, en las técnicas de seducción y recitado del manual y hasta tengo ganas de entrar corriendo a la base para golpear al anciano hasta hacerle polvo los huesos, esos huesos de mierda que no sirven para nada después del análisis del clasificador de densidad ósea. Y me cago en la puta ciencia y su enferma manía de aplicar nuevas tecnologías a los conectores pero no lograr la cura a la osteoporosis.
Porque cuando tienen osteoporosis pagan menos. Casi nada, una miseria. Dicen que con osteoporosis no se puede hacer combustible porque el hueso no rinde. Sólo sirven para naftas de mala calidad, con pocos octanos. Y eso se paga poco, una verdadera miseria, viejos de mierda.

***

Autor: Luis Fontoira

lunes, 17 de diciembre de 2007

Buenos chicos

Publicado originalmente en el libro “El Despertar – Homenaje a Roberto Arlt”. Editorial Ateneo de la Letras (2000).

Sin muchas ganas de hacer miniturismo, pero sin nada que hacer, me entretuve mirando la tumba de Justo José de Urquiza, circular, como la muerte, oscura y húmeda, con olor a incienso y agua bendita.
Salí de la iglesia para fumar, hacía calor y la plaza estaba llena de adolescentes que daban la vuelta al perro lentamente, en pequeñas manadas, cachorros buscando amores de pueblo.
Crucé la plaza y entré en la confitería Rex, el único lugar de Concepción del Uruguay del cual guardaba algunos recuerdos de medialunas y café con leche.
Pedí un cortado, distraído, a un mozo con cara de prócer, patillas deshilachadas, bigotes teñidos de negro, y me puse a hojear el diario La Calle que encontré sobre la mesa.
No tenía ganas de leer pero me entretuve pasando las hojas, mirando fotitos sin historia.
Sólo quería que terminara esa maldita tarde entrerriana.
Cuando llegué a las noticias policiales una fotografía se me incrustó en los ojos. Era Nico. Un poco más viejo, un poco más gordo, con barba, pero era Nico. Tenía el pelo largo y desprolijo. Se lo llevaban esposado.
Traté de meterme en la foto, de encontrar sus ojos entre el empaste de la tinta, y alcancé a ver que le colgaba una gran cruz del pecho, plateada y brillosa sobre la polera negra.
No sé cuánto tiempo tardé en despegarme de la foto y leer el titular que la acompañaba. Sentí algo parecido al miedo: “Detienen a joven fanático en Gualeguaychú”.
Creo que me mareé porque no entendí bien qué decía la nota sobre un grupo de ex alumnos del colegio San José de Buenos Aires, fundado por padres bayoneses en mil ochocientos y pico.
La foto de Nico, porque era Nico, un poco más viejo, un poco más gordo, pero era Nico, me trajo a la cabeza imágenes desteñidas por el alcohol, retazos de alegría, las últimas noticias que me habían llegado de César, un par de años antes, desde algún lugar de Brasil.
Pedí un whisky doble, me acomodé en la silla y dejé que la foto me vomitara los recuerdos que prolijamente, día a día, me había encargado de olvidar.
Con las imágenes, que volvían como arcadas y me iluminaban los ojos desde adentro, llegó la calma, la paz, el silencio.
Era la culminación perfecta de la amistad, inmaculada, la del Cristo entregado a sus amigos que muere en la cruz por todos, por él. Eramos buenos chicos.
El azar, el destino, o Dios –seguramente Dios-, nos había arrojado en la Colonia Gutiérrez de Marcos Paz. Siete amigos con dos carpas y una historia que había comenzado a mediados de los ochenta en las horas libres del colegio San José.
A las siete de la tarde del sábado estaba todo listo. Habíamos almorzado fideos con estofado los siete juntos por última vez, el agua para el mate estaba a punto y las cartas nos esperaban, indiferentes, sobre una manta que Charly había puesto cerca del fogón.
Era la hora correcta; correcta y triste, porque se acercaba la culminación, la gloria final, el momento que todos habíamos esperado durante tantos años, pero también la despedida.
“No hay despedidas felices”, había dicho El Rino después de los fideos con un tono intrascendente, mirando el fondito de vino en el cacharro de lata.
Nico me vino a buscar a la carpa. Ya casi no había luz y estaba fresco. César caminaba por el bosque mirando el piso, Charly acomodaba un sol de noche cerca de la manta y El Negro Pacu, con gesto preocupado, se limpiaba las uñas con un palito del fuego.
Lentamente, en silencio, nos fuimos acercando al fogón y nos sentamos en círculo. El último en acomodarse fue Pablo Papa, que traía una botella de whisky y se refregaba las manos por el frío.
Estuvimos un rato callados, mirándonos casi a los ojos, furtivamente, con algo de tristeza, hasta que El Rino, que casi siempre tomaba las decisiones más difíciles, preguntó:
“¿Quién mezcla?”
Sin decir nada, sólo por ocupar las manos y la mente, tomé el mazo y comencé a barajarlo. Mientras mezclaba estuve a punto de llorar, de salir corriendo, de tirar las cartas, pero la mirada apacible de Nico me tranquilizó.
Apoyé las cartas sobre la manta y estiré la mano para que César me pasara la botella de whisky. Tomé un trago, largo y caliente, y dije:
“Buenos muchachos, tiremos reyes”.
La selección de tríos marcaba el inicio del fin: éramos siete y uno quedaría fuera del campeonato. Sólo uno de nosotros, que señalaría el camino se anticiparía, profético, al adiós, a la despedida.
Tomé el mazo y empecé a repartir las cartas boca arriba, echando suertes y destinos. Nico sacó el primer rey y vi o intuí el alivio en sus ojos. El segundo fue para El Rino, el tercero para mí. Volví a mezclar rápidamente, aliviado, y rapartí entre los cuatro que quedaban. Primero salió Pablo Papa y después César.
El Negro Pacu se apoyó contre El Rino y ya no quiso mirar las cartas. Charly tenía los ojos perdidos en la manta.
Salió el sexto: cayó delante del Negro Pacu, graciosamente vestido con sus ropas coloridas y andróginas. Charly se desmoronó, se dejó caer hacia atrás y quedó tendido en el pasto, la vista flotando en el cielo ennegrecido por el otoño, por el destino. Después se levantó como en un sueño, en cámara lenta, y se fue hacia el bosque, la espalda doblada, rompiendo el silencio a pisotones de hojas secas.
Uno de nosotros, de los seis que quedábamos, debía cumplir la misión, nuestra misión.
Otra vez tomé las cartas y las mezclé sin detenerme demasiado en el silencio ni en las miradas. Las puse sobre la manta, en el centro, y dije:
“La carta más baja, valor truco, pierde”.
El Rino tomó la primera: seis de bastos, César, dos de copas, Nico, tres de bastos, El Nego Pacu, seis de copas, yo, once de oros, y Pablo Papa, siete de espadas.
Sólo quedaban El Rino y El Negro Pacu.
Sacó El Rino, dos de oros.
Sacó El Negro Pacu, tres de espadas.
El Rino tiró la carta con bronca sobre la manta, se golpeó la rodilla con el puño y masticó un rosario de putamadres.
Después nos miró, uno a uno, buscando ayuda.
“Menos mal que te tocó a vos”, le dijo César, “sos el único que nos podés marcar el camino; yo no tendría bolas”.
Nos quedamos en silencio, oyendo a lo lejos las pisadas de Charly que crujían desde algún lugar entre los árboles.
Cuando se terminó el whisky, El Rino se levantó como una momia gorda y fue a buscar algo a la carpa. Volvió con una mochilita, se la cargó al hombro y, sin mirarnos, comenzó a caminar hacia el bosque.
“Fuerza, che”, le gritó Nico y El Rino nos regaló una sonrisa lánguida y ensombrecida.
Con Nico y Pablo Papa nos fuimos a la carpa y abrimos otra botella de whisky. Bebimos en silencio, a oscuras, dos botellas, o tres.
Cuando me estaba quedando dormido me pareció oír gritos.
Me desperté enroscado en la bolsa de dormir. Hacía frío y el viento embolsaba el sobretecho de la carpa. Los chicos ya se habían levantado y hablaban sobre el campeonato, que debía empezar, puntualmente, a las once de la mañana.
Salí despacio, desentumeciendo las piernas, los saludé con un gesto y me fui a caminar por el bosque para intentar sacudirme la resaca. Caminé lentamente por el sendero mirando los árboles, me detuve en el cruce de caminos y me senté en el piso. Estaba a punto de encender el primer cigarrillo del día cuando algo me llamó la atención: al costado del camino, sobre unas piedras que parecían acomodadas prolijamente, con algún sentido, había una mancha rojiza y pastosa.
Me acerqué lentamente, con curiosidad, con un miedo inexplicable. Era sangre.
Entre los árboles alcancé a ver una cruz hecha con dos ramas sobre un montículo de tierra recién removida. Me asusté y salí corriendo hacia el campamento.
Llegué agitado y me tiré cerca del fuego.
“¿Qué te pasa, che?”, me preguntó César.
“Nada, nada”, le dije.
Allí cerca, detrás de las carpas, El Rino, recién levantado, se lavaba con agua de una botella de plástico. Tenía las manos manchadas con sangre.
Dispersos, casi sin hablar, tomamos mate cocido y comimos pan duro hasta las once de la mañana.
Como Charly ya no estaba, El Negro Pacu se encargó de tender la manta y traer el mazo de cartas.
El Rino estuvo a punto de quebrarse paro Pablo Papa lo atajó:
“Rino, tenés unas bolas de este tamaño, sos un maestro, si no fuera por vos seguramente se hubiera ido todo al carajo”.
El Rino lo miró con ojos húmedos y sonrió a reglamento.
Tiramos reyes y quedamos definitivamente divididos: Nico, César y yo contra El Negro Pacu, El Rino y Pablo Papa.
El partido arrancó mal porque después de los cinco tantos El Rino me ganó un real envido en el primer pica-pica. A la quinta mano ya habían entrado en las buenas. Nos recuperamos con un vale cuatro de César y un envido-envido que le gané de mano a Pablo Papa. Llegaron a 24 porotos contra 22 nuestros y quedaba el último pica-pica.
“El útlimo pica-pica”, pensé y me puse triste.
Estábamos ensombrecidos, mudos, mirando la manta a cuadritos para no vernos. Ganamos por dos porotos y después de ese último envidoquierotreintaidossonbuenas nadie pudo evitar las lágrimas.
Lloramos como niños, a los gritos, sobre la manta.
Lloramos todas las lágrimas que nos quedaban y nos separamos para rezar miserias o recordar tiempos felices. Yo me tiré a dormir un rato en la carpa, aunque tuve que llenarme de whisky para poder dormitar entre las puteadas de César y los hachazos del Negro Pacu, que se empeñaba en romper unas bases de cemento que habían quedado de pie entre los árboles quién sabe desde qué año, abandonadas y mohosas.
Me desperté a eso de las ocho de la noche. Cuando salí de la carpa El Rino me estaba esperando, sentado en el pasto húmedo con las piernas extendidas, como un pequeño gorila. Me miraba fijamente, asustado y triste. Esquivé su mirada y fui hasta el fogón a servirme mate cocido.
“¿No vas a ir?, mirá que se te está por acabar el tiempo”, me dijo César.
“Sí, ya voy”, le contesté, tratando de no pensar en nada y, sin quererlo, le pregunté:
“¿Vos no vas?”
“Yo ya fui”, me dijo, serio, envejecido.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y busqué refugio en el cacharro de lata. Entre el vapor del mate cocido vi los ojos petrificados de César y la noche, pesada y ondulante como un sueño.
“Vamos, Luis”, me pidió El Rino.
Me quedé duro, sin poder reaccionar.
“Dale, hacélo por mí; no quiero esperar más, es horrible”, insistió.
No quise mirarlo, pero fui hasta el Falcon, abrí el baúl y saqué la 22.
Caminé por el sendero del mirador con la pistola colgando de la mano, balanceándose como el brazo de un muñeco de trapo. El Rino me seguía en la oscuridad. Recé como siete Padrenuestros hasta llegar al descampado y no quise mirarlo hasta que se puso delante. Había traído una pala y la tiró a un costado.
“No puedo, Rino”, le dije, los ojos rodando por el piso.
“No puedo qué, boludo, ¿te volviste loco?, ¿querés estropear todo?”, me dijo.
“No, pero no puedo”, le dije.
“Miráme”, me pidió.
Lo miré a los ojos, encendidos como carbones al rojo vivo, y quise llorar.
“No hay amor más grande que dar la vida por un amigo”, recitó.
“Sí, ya sé…”, empecé a decir.
“Ya sé un carajo”, me gritó, “hace lo que tenés que hacer, ahora”.
“Sí, pero…”
“Ahora, pelotudo”, volvió a gritar.
Sentí que el brazo ya no me respondía. Se levantó solo y seguro, como un instrumento de Dios. Le apunté a la cabeza, a las arruguitas de la frente, transpirada y gorda, y disparé.
El Rino cayó como una bolsa de papas sobre el césped, amortiguado y húmedo, reblandecido.
No alcanzó a gritar. Le disparé otra vez, y otra, hasta que dejó de moverse, flotando en la mancha roja que se abría como un paraguas.
Hice un pozo y lo enterré. Recé un Padrenuestro, entre lágrimas, le puse una cruz hecha con cañas y volví al campamento.
Desde el camino escuché un golpe fuerte pero blando, apagado, y un grito.
Parecía la voz de Pablo Papa.
Nico fue el último en volver al fogón. Lloraba como un niño, lleno de mocos, con un hipo cortito y frágil.
Estuvimos un rato largo en silencio, tomando mate, hasta que César se levantó y dijo con orgullo:
“Bueno, muchachos, ya está, lo hecho, hecho está; podemos irnos en paz”.
En menos de media hora desarmamos el campamento y cargamos los autos.
“Me voy”, dijo Nico.
“¿Qué vas a hacer?”, le pregunté.
“No sé”, me dijo, “voy a andar por ahí”.
Lo abrazamos, llorando en silencio, y lo vimos partir en la camioneta que escupía hojas secas hacia el costado del camino.
“¿Te acerco a algún lado?”, le pregunté a César.
“No, gracias, voy caminando hasta la ruta y ahí veo”, me contestó y nos abrazamos.
“Suerte, viejo”, le dije, “que seas feliz”.
“No te olvides nunca de los muchachos”, me contestó llorando.
Me subí al auto y salí despacito, en primera, zigzagueando por el bosque.
Cuando llegué a la ruta ya era noche cerrada y hacía frío. Prendí la calefacción y me santigüé.
“Gracias”, me pareció escuchar desde alguna parte.
“Gracias a ustedes, muchachos”, contesté en voz baja, hacia adentro, y sonreí.
Éramos buenos chicos.

***

Autor: Luis Fontoira

domingo, 24 de junio de 2007

Calma Blanca

Publicado originalmente en el libro “5º Torrente Nacional de cuentos 1999”-Ediciones Baobab-2000


Al verte ahí tirada, como una foca, pensé que mi alegría era un poco idiota, de entrecasa. Lo pensé con convicción, con esa convicción que sólo tienen los idiotas cuando están por hacer algo capaz de moverlos por un instante de su predestinación a la intrascendencia, al olvido.
Desnuda eras igual a como te había imaginado. Blanca. Sin marcas ni pliegues, salvo por ese par de costillas asomando tímidamente.
Cerré la puerta de la habitación y me pareció que tenías el pelo más largo. Hubiera jurado, en vano, como siempre, que no te bajaba de los hombros. Pero no, te caía, pesado y lustroso, hasta los omóplatos.
Te miré en silencio mientras sonreías y me mostrabas los dientes no tan blancos, no tan parejos, como siempre me habían gustado. Yo también quise sonreír, pero pensé que iba a quedar más idiota de lo habitual, así que, sin mucho esfuerzo, me contuve y traté de parecer lo más serio y frío posible, mirándote mientras te arrastrabas por las sábanas amarillas como un lagarto al sol.
Creo que dijiste algo que me encargué prolijamente de no escuchar o de olvidar al instante. Para mí todo era silencio y quietud, placidez, una culminación que me crecía desde adentro como una profecía de eternidad, un giro inesperado del estigma mediocre que cargo desde que supe que no sabía qué era lo que hacía en este mundo.
Ahí estaba, por fin, con el tiempo detenido en tu desnudez y tu pelo tan largo que, mirándolo bien, casi te llegaba hasta la cintura y no paraba de crecer.
Prendí un cigarrillo, quizás esperando que te molestara mi silencio de humo distante. Volviste a sonreír y pensé que te estabas burlando, que pensabas que no podía escapar de mi mismo tan siquiera por un momento. Creo que te diste cuenta porque tus labios se apagaron lentamente, se cayeron como dos gotas de tu cara blanca.
Sentado a los pies de la cama te vi revolcarte sin sentido o con un sentido que me quedaba grande y te tuve lástima, sólo por sentir lo peor que se puede sentir por alguien.
Terminé el cigarrillo y lo tiré por la ventana. Cayó despacito como en un sueño y voló seis pisos sin que el viento lo perturbara. Creo que rebotó en el piso y me hizo gracia.
Me di vuelta despacio, con la cara más solemne de mi repertorio. Te habías puesto boca abajo y me mostrabas tu parte más blanda, redonda y sin sol. Me acerqué a la cama tratando de que mis zapatos no se quejaran y algo me subió, como un globo, desde el estómago a la cabeza.
Antes de irme te miré desde la puerta. Estabas más blanca que nunca, desnuda y suave como en las películas pero sin maquillaje. Mirabas el techo con una serenidad que me llenó de calma. Las sábanas habían perdido la rigidez y se ondulaban hasta la alfombra.
No quise decirte nada.
Cuando llegué a la calle vi el cigarrillo que había tirado desde tu habitación, abandonado como un paria. Traté de imaginar el recorrido de su vuelo pero sólo pensar en la caída me dio vértigo. Volví a mirarlo sobre las baldosas grises y por un momento creí verme ahí tirado. Sacudí la cabeza como un perro mojado para sacarme de encima todo rastro de distracción después de haber torcido, finalmente, mi rumbo inocuo.
Sólo quería conservar en mi cabeza la imagen de tu cuerpo blanco y suave, de tus brazos cruzados sobre el abdomen, rígidos, estáticos como en una foto, aferrados al mango de madera, intentando frenar el hilo de sangre que se te escapaba como un vómito hasta los muslos y coloreaba tus blancuras con gotitas carmesí. El rojo siempre te quedó bien.
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Autor: Luis Fontoira

martes, 24 de abril de 2007

DON ALBERTO
Publicado originalmente en el libro “La Argentina a puro cuento”
Thálassa Ediciones (1999)

La boca partida de un botellazo y seca, con un cigarrillo colgando que nunca terminaba de apagarse. Así lo recuerdo a don Alberto, que todas las tardes venía a casa para charlar con el abuelo José. Se sentaban en el patio a las cinco en punto, al costado del pino que había plantado mamá en una maceta, y hablaban sobre la guerra civil española y la época de la inmigración. A veces discutían, porque don Alberto era franquista y mi abuelo republicano, pero después terminaban tomando vino y se amigaban.
A eso de las siete, mi abuelo entraba a la habitación y sacaba un tocadiscos enorme a la galería, que estaba toda descascarada por la humedad que, según decía don Alberto, seguro salía del caño del inodoro del baño, o tal vez de la ducha, porque goteaba todo el tiempo y ningún plomero encontraba por dónde perdía el agua.
Antes de prender el tocadiscos, mi abuelo llenaba otra vez los vasos con el botellón de vino tinto que guardaba debajo de la cama. Todas las tardes igual: llenaban los vasos hasta arriba, brindaban y se los tomaban de un trago. Después, los volvían a llenar y ponían el disco. Ni bien empezaba a sonar “La gayola” (porque eran gallegos pero les gustaba el tango y todas las tardes escuchaban primero “La gayola”) se acomodaban mejor en la silla y seguían tomando vino pero más despacio. El disco se escuchaba mal, pero a ellos no les importaba que la voz de Gardel estuviera tapada por el ruido a huevos fritos.
Yo los espiaba desde la cocina, mientras hacía los deberes y mi mamá limpiaba. Me gustaba cuando discutían. “Cabrón”, siempre le gritaba mi abuelo a don Alberto. “Más cabrón serás tú, cerdo comunista”, le contestaba don Alberto y después tomaban vino y escuchaban “La gayola”.
Una vez don Alberto se quedó a cenar en casa pero después no lo invitaron más porque se tiraba pedos en la mesa. Estábamos comiendo ravioles y de repente vino como un olor a podrido. Mi abuelo, que seguro sabía que era don Alberto que se tiraba pedos, le echó la culpa al gato que justo estaba debajo de la mesa. “Gato de mierda”, le gritó y le pegó una patada. El gato se fue corriendo, pobre gato. Se llamaba “Michi”, y era gris como un manchón medio amarillento. Lo había encontrado un amigo de papá, cuando papá vivía, que tenía un taller mecánico en la otra cuadra. Al final, como nunca le daba de comer y encima el gato siempre estaba entre la mugre, mi papá lo trajo a casa y se quedó.
“Que pedo que se tiró, gato de mierda”, dijo mi abuelo cuando lo pateó. Todos nos reímos y seguimos comiendo los ravioles, pero al rato don Alberto se tiró otro pedo y con ruido. Mi mamá lo miró y se puso un poco colorado y bajó la cabeza como que se le había escapado. Ya para el postre se tiró otro pedo y mi mamá, por no pelearse con don Alberto que era tan amigo de mi abuelo, me agarró de la mano y nos fuimos a dormir.
Cuando íbamos por el pasillo, se tiró otro.
Al día siguiente el abuelo le pidió perdón a mamá y le explicó que don Alberto no se tiraba pedos a propósito. “Tiene un problema en las tripas”, le dijo, “no lo puede controlar, y menos mal que eran ravioles y no salamines”.
De todas formas, a don Alberto no lo invitaron a comer más, aunque seguía viniendo todas las tardes a tomar vino con mi abuelo y a escuchar “La gayola”. Ahí, en el patio, no había problema. A veces mi abuelo cortaba un poco de queso para comer con el vino y don Alberto se podía tirar los pedos tranquilo.
El día que se murió mi abuelo todo el barrio se puso triste. Pasaron por casa todos los que habían venido cuando se murió papá y además algunos viejos que mamá y yo no conocíamos. Uno de ellos, don Tito, no paraba de llorar. “Siempre escuchaba “La gayola””, decía de mi abuelo entre llanto y llanto aunque yo no sabía cómo se había enterado de que mi abuelo escuchaba todos los días “La gayola” porque nunca lo había visto.
Don Alberto vino a casa ni bien se enteró de lo de mi abuelo. “¿Qué pasó?” preguntó ni bien entró, con la boca partida de un botellazo y un cigarrillo colgando. “Fue durante la noche, no se despertó”, le dijo mi mamá que lloraba en la cocina.
Don Alberto se hizo cargo de todo. Mi abuelo seguía acostado en la cama. Estuvo como dos horas encerrado en la habitación y lo acomodó para que lo vieran las visitas.
A la tarde fueron llegando todos: tía Martita, el camionero Ricardo, Ernesto, el de la otra cuadra, Julián, el mecánico que había encontrado al “Michi”, la prima Raquel y los demás viejos que yo no conocía.
Yo me quedé en la pieza porque mamá me dijo que era mejor que no lo viera al abuelo. Desde mi cama escuchaba que todos hablaban y de a ratos alguno se ponía a llorar.
En algún momento salí al patio a tomar un poco de aire y justo pasaba mi mamá con una bandeja de sanguchitos y dos jarras: una de café y una de vino. Estaba pálida y con los ojos hinchados.
“¿Puedo ir un poco?”, le pregunté, y como no me contestó nada, me fui para la pieza del abuelo. Estaba toda llena de humo y de gente. Julián se agarraba la cabeza en un rincón y Raquel le estaba contando algo de una fiesta de casamiento a Ernesto que decía que sí con la cabeza y sonreía.
Mi abuelo estaba en la cama, dormido, al lado suyo estaba sentado don Alberto, con un cigarrillo colgando de la boca. Don Alberto no hablaba con nadie. Estaba serio y callado. De vez en cuando le acomodaba un poco los brazos al abuelo y volvía a sentarse con las manos entre las piernas, mirando hacia el techo.
Ya de madrugada, cuando mi mamá me hizo ir a dormir, solamente quedaban Julián y don Alberto. Cuando me fui para la pieza, Julián aprovechó y se despidió.
“Vaya usted a dormir un poco que yo me quedo”, le dijo don Alberto a mamá.
Al rato la vi pasar a mamá que se iba para la pieza. Me lo imaginé a don Alberto solo con mi abuelo, acomodándole los brazos y mirar el techo. Cuando me estaba quedando dormido, no sé si me pareció a mí o qué, pero desde la habitación del abuelo se escuchaba bajito “La gayola”.
A la mañana siguiente enterraron al abuelo pero yo no fui porque estaba durmiendo. Me despertó mamá cuando volvió del cementerio. Parecía más vieja. Le pregunté por el entierro pero me contó poco, lo único que me acuerdo es que me dijo que don Alberto no había comido nada para no tirarse pedos, pero la panza le hacía tanto ruido que era peor, aunque era un ruido más normal. Pobre don Alberto.
A la tarde, cuando llegó la hora en que mi abuelo y don Alberto se juntaban, el patio parecía más grande y feo. Yo estaba en la cocina con mamá, que de a ratos lloraba. En eso, apareció don Alberto. Entró caminando despacio, nos saludó con la mano y, sin decirnos nada, agarró una silla y se sentó en el mismo lugar de todos los días. Estuvo un rato así, después se paró, entró a la pieza del abuelo y sacó el tocadiscos y el botellón de vino. Sirvió dos vasos, se los tomó y puso “La gayola”.
Don Alberto siguió viniendo todos los días. Tomaba vino y escuchaba “La gayola” como si estuviera con mi abuelo. No hablaba, solamente se sentaba y miraba el cielo, con un cigarrillo colgando de la boca partida de un botellazo.
Una tarde, mamá (porque a mamá le daba pena) lo invitó a cenar, pero don Alberto no quiso quedarse; seguro se acordaba del día de los pedos.
“Vamos, don Alberto, quedesé, por los buenos tiempos”, le dijo mamá con tono de súplica.
Al final, se quedó. Había milanesas con puré.
Al tercer bocado se tiró el primer pedo y yo, para disimular, lo miré al gato que estaba lamiéndose la cola abajo de la mesa. El segundo fue peor, más largo y me tenté de risa. Mamá me miró fijo pero se tentó y también se empezó a reír. Al cuarto pedo todos nos reíamos.
Desde esa noche don Alberto se quedó a cenar todos los días. A la tarde tomaba vino y escuchaba “La gayola”. A la noche comía con nosotros y se tiraba pedos que nos hacían acordar al abuelo.
***
Autor: Luis Fontoira

viernes, 23 de marzo de 2007

1937

Publicado originalmente en el libro “Paisaje de Palabras”,
Editorial De Los Cuatro Vientos (2003)


El olor a pólvora quemada me hizo recordar tiempos menos festivos, menos navideños, en los que recibir una carta casi vencida era el único motivo para festejar nuestra desgracia con un trago de aguardiente y un cacharro de café de porotos.
-¿Te gustan los cuetes, abuelo? – me preguntó Robertito, que entraba corriendo desde el balcón, sonriente, a buscar otro petardo.
-Sí – le contesté, entrecerrando los ojos y viendo, otra vez, los pedazos de una cabeza que, después de un fogonazo seco en medio de la llovizna, volaban por los aires en un callejón de Teruel, en tiempos menos festivos, menos navideños.


***
Autor: Luis Fontoira