viernes, 11 de septiembre de 2009

Magia negra

Publicado originalmente en “Letras Argentinas de Hoy 2003” - Editorial De Los Cuatro Vientos (2003)


El mago Master era un mago pobre.
Se llamaba José y había nacido en Almirante Brown, en una casita de chapas y piso de tierra.
Se interesó en la magia a los cinco años, mirando a su padre, Rubén, “El Rubén”, como le decían en el barrio, que no era mago pero jugaba a que hacía desaparecer el pan de la mesa cuando se quedaba sin comida.
José era el menor de cinco hermanos, todos varones, todos pobres.
Llegó hasta tercer grado y tuvo que dejar la escuela para ir a trabajar con su papá y sus hermanos juntando cartones en la Capital.
Viajaban todos los días en un camión rojo y destartalado que los pasaba a buscar por el asfalto, a unas veinte cuadras de la casa. Cargaban sus bolsas, sus carritos, robados de la playa de estacionamiento de un supermercado, y se amontonaban con otros veinte o veinticinco cartoneros. Durante el viaje discutían sobre fútbol y se repartían barrios, manzanas y esquinas de la Capital.
Un día, cirujeando cerca de la peatonal Florida, José vio a un chico que hacía magia en la calle. Era apenas más grande que él, de trece o catorce años.
Tenía una mesita con patas de metal, cubierta por un palo de felpa verde, y cartas, cubiletes y una varita mágica negra con las puntas blancas. La gente se arremolinaba a su alrededor como palomas y arrojaban monedas en una galera negra, de cartón corrugado, tirada en el piso junto a un cartel de letras amarillas: “Oswald, el Mago”.
Esa noche José no pudo dormir, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra el techo de chapa y soñando con trucos de magia, con galeras y conejos, como los que había visto una vez en la televisión, con una asistente muy linda, de pelo rubio enrulado, con monedas y billetes, con aplausos.
Pensó en un nombre artístico y se le ocurrió El Mago Pichicho, nombre con el cual hizo sus primero trucos seis meses más tarde para unos amigos del barrio. Pichicho era su perro, marrón y rengo, con un colmillo partido y olor a lluvia estancada en los charcos de la cuadra.
“El mago Pichicho”, pensó, y se puso contento.
A la mañana siguiente José comenzó a juntar monedas para comprar un equipo de magia. Cada tarde limpiaba vidrios en la playa de estacionamiento de un supermercado y guardaba veinte o treinta centavos.
Tres meses después, un día luminoso y frío, José tomó el colectivo hasta Buenos Aires y caminó por calles desconocidas como un sonámbulo. Tardó más de cinco horas en encontrar una casa de venta de artículos para magos en la Avenida Corrientes.
Allí compró una pequeña caja de trucos, “Magia para principiantes”, decía la tapa, aunque él no supo leerla, una varita mágica de madera y una galera negra, todo por doce pesos, una fortuna.
Volvió a su casa excitado por la compra, abrazando la caja como había abrazado el cuerpo muerto, mojado y tibio del perro Pichicho que dos días antes había sido atropellado por un auto en la esquina de su casa.
La casa estaba vacía. Entró en silencio, con paso veloz y sutil de gato, y abrió la caja sobre la mesa. Los ojos negros se le iluminaron en la penumbra húmeda del cuarto. Había un mazo de cartas raras, no como las de jugar al truco, un cubilete, tres dados, dos pañuelos de colores, un par de guantes blancos, dos monedas y un librito.
José se quedó mirando la caja largo rato, sin atreverse a tocarla. Después se puso la galera, tomó la varita y fue hasta el espejo del baño, ennegrecido y roto, se trepó a los bordes del inodoro y se miró, sonriente, convertido por primera vez en el Mago Pichicho.
Antes de que volvieran sus hermanos o su padre, que seguramente nada entenderían de ansias mágicas ni sueños de galeras, guardó todo en una bolsa y lo escondió en el fondo de la casa, debajo de unos cajones que se pudrían desde hacía años al desamparo caliente del sol o al golpeteo monótono y arrasador de la lluvia.
Aprendió los primeros trucos mirando a Oswald, el Mago de la calle Florida. Lo observaba cada tarde, extasiado, buscando los secretos de esa magia hecha con naipes y monedas. Por las noches, cuando todos dormían, salía al patio, tomaba su equipo de magia y practicaba hasta que el peso en los ojos le recordaba que al día siguiente lo esperaban kilos y kilos de bolsas de basura y cartones.
El Mago Master, José, por entonces el Mago Pichicho, entró a los golpes en la adolescencia, con pocos avances en sus habilidades mágicas, pero los suficientes como para que un día, por recomendación del almacenero del barrio, lo convocaran a su primera actuación. Fue en un cumpleaños, en el centro de Almirante Brown, donde mostró y escondió naipes y monedas a niños de diez años, en una casa pituca, como las llamaba su papá.
Esa tarde, entre sanguchitos de miga y Coca Cola sintió por primera vez las miradas incrédulas y maravilladas de los niños ante los movimientos de sus manos tajeadas, rugosas y doloridas pero cubiertas por guantes casi blancos, casi sucios.
Fue el dueño de casa, el papá del chico del cumpleaños, que le aconsejó cambiar su nombre cuando terminó la actuación. Le dijo, el señor, de anteojos y barba, que Pichicho era un nombre vulgar.
“No se me ocurre otro”, admitió José, bajando la cabeza, los ojos húmedos lamiendo el suelo, aún sin comprender qué quería decir vulgar.
El dueño de casa le levantó el mentón con la mano y mirándolo fijamente desde algún lugar distante detrás de los espesos cristales verdosos de los lentes, le dijo:
“¿Qué te parece el Mago Master?”
Sin esperar la respuesta, le explicó que Master quería decir Maestro, y que él era un maestro haciendo magia.
José nunca se había sentido tan feliz. No sólo por los veinticinco pesos que traía en el bolsillo cuando volvió a su casa sino por la frase, que le había quedado dando vueltas en su cabeza como una calesita: “vos sos un maestro haciendo magia”.
Esa noche su alegría fue completa cuando le dio la plata a su papá y le explicó, a él y a sus hermanos, cómo la había conseguido. Al principio no le creyeron pero él, José, el Mago Pichicho, el Mago Master, tomó su caja de trucos, y les ofreció un show completo de naipes y monedas que los dejó con la boca abierta.
“Hasta papá se rió”, pensó José mientras se dormía, con el corazón dando tumbos y las manos temblorosas y húmedas por la emoción. Nunca lo había visto reírse así, con los dientes amarillos bailoteando en medio de sus encías agujereadas.
Así comenzó el período más feliz de la vida de José, el Mago Master, actuando en los cumpleaños que festejaban los niños pitucos del centro de Almirante Brown. Sus trucos no mejoraban mucho, pero si sus movimientos, su presencia, su forma de relatar historias y chistes entre las monedas y los naipes.
En uno de esos cumpleaños, en una casa grande, de dos pisos y ladrillo a la vista, conoció a Lucía, que en pocos días no sólo se convirtió en su novia sino también en su asistente.
Con los años incorporó un conejo y cuatro palomas a su show. No sabía bien qué hacer con ellos, pero la torpe salida del conejo gris de la galera y las cuatro palomas alineadas sobre su varita siempre eran bien aplaudidas por los niños.
Cuando cumplió dieciocho años, José, el Mago Master, tomó la misma decisión que tiempo antes habían tomado sus hermanos y se fue de la casa. Su padre ni siquiera lo saludó. Hacía tiempo que El Rubén, como le decían en el barrio, se había ensombrecido, con los ojos siempre perdidos detrás de una capa húmeda y amarillenta que José atribuía al vino de cajita que tomaba todo el día.
También dejó atrás a Lucía, que ya no era su novia y había renunciado a ser su asistente cuando comenzó a salir con un muchacho del centro que tenía auto.
José tomó el micro, con una pequeña valija y doscientos pesos en el bolsillo, y se fue a La Plata, una ciudad llena de oportunidades, según le había dicho un vecino.
Durmió los primeros días en Plaza Moreno, perdido en una marea de calles sin destino, que se embrollaban en cada esquina y, antes de que su aspecto prolijo se descascarara por la vida a la intemperie, consiguió un listado de casas de fiesta en la Municipalidad y partió a pie, pacientemente, a ofrecer sus servicios mágicos.
Lo único que consiguió fue una actuación a prueba, sin paga, en el Salón El Molino, de calle 44. “Si todo sale bien y sos bueno, la próxima te contrato”, le había dicho el dueño, un señor gordo y pelado.
Pero las cosas no salieron bien para José, el Mago Master. Fue una fiesta de casamiento y, desde que llegó al salón, con su galera y sus guantes blancos, sintió la mirada alcoholizada de algunos muchachos, esa misma que tantas veces había visto en los ojos de su padre, y las sonrisas irónicas, algo torcidas, de payaso viejo.
“El Mago Master, qué grasa”, escuchó desde una mesa.
Trató de poner lo mejor de sí, pero no era su noche, ni eran niños los espectadores. Eran señores y señoras finos. Finos y borrachos que se reían de sus trucos.
Pensó en Lucía y en Pichicho y tuvo ganas de llorar. Ni siquiera las palomas, alineadas como siempre sobre su varita mágica quisieron inclinar sus cabecitas y saludar, lo único que había aprendido a hacer con ellas, enseñándoles el movimiento con trozos de pan mojados en leche.
Cuando terminó el show no hubo aplausos ni risas. Sólo silencio. Bajó la vista, como aquella vez en el cumpleaños de Almirante Brown cuando el dueño de casa le había dicho que el nombre Mago Pichicho era vulgar. Se acordó de su perro y quiso llorar. Esta vez nadie le levantó el mentón para consolarlo y cuando logró templarse lo suficiente como para levantar la vista sin que se le escaparan las lágrimas se topó con la mirada enrojecida y turbia de un muchacho de traje que le decía a su novia: “que hijo de puta, negro de mierda”.
Los años de peleas callejeras se le subieron al rostro como la fiebre y sintió un latigazo de sangre desde algún lugar del corazón, desde alguna infección del pasado. Se tiró de cabeza sobre el muchacho, como se tiraban los arqueros de fútbol que habían visto en los números viejos y ajados de la revista El Gráfico que encontraba en la basura. Lo golpeó en la cara, una y otra vez, hasta que los puños engalanados con guantes blancos comenzaron a embeberse en sangre roja y caliente como esponjas de gala.
José, el Mago Master, estuvo tres días en el hospital y un mes preso. Le habían roto dos costillas a patadas y le faltaban tres dientes. Cuando salió de la comisaría todavía guardaba acuarelas amarillentas de moretones en la espalda y las piernas.
Deambuló días y días por La Plata, sin rumbo, los ojos perdidos, ojos de muñeco, revolviendo la basura de Mc Donalds de Calle 8, limpiando algún parabrisas en 7 y 32, durmiendo en Plaza Italia o, cuando llovía, debajo de un bloque de hormigón del Teatro Argentino.
Nunca supo exactamente, ni le importó demasiado, cuánto tiempo vivió en las calles de La Plata, cuidando autos en las cuadras cercanas a tribunales, vendiendo flores silvestres en los restaurantes del Camino Centenario.
Y cuando el recuerdo de Lucía fue demasiado doloroso, cuando su perro Pichicho, rengo y cariñoso y tibio, comenzó a ladrarle en sueños, volvió a Almirante Brown.
Su padre había muerto, o se había ido, nadie lo sabía con precisión. La casa de chapas estaba igual que siempre, húmeda, llena de barro, casi sin muebles, con los mismos cajones malolientes en el patio, debajo de las cuales escondía su caja de trucos de magia.
Volvió, cada mañana, a treparse al mismo camión rojo que lo llevaba a la Capital para juntar cartones y revolver bolsas de basura.
Con el espíritu ensombrecido, una tarde compró una nueva caja de trucos mágicos en la misma casa de la Avenida Corrientes. Volvió a su casa con paso cansado y la abrió sobre la mesa, esperando que desde el cubilete salieran recuerdos, aparecieran alegrías; esperando que la risa de su padre retumbara en las paredes de chapa.
Se puso la nueva galera y los guantes y se miró en el espejo del baño, en penumbras, sin encontrar ni siquiera allí la sombra del Mago Master.
José volvió a presentar su show en los cumpleaños del centro. Ya no causaba tanta gracia entre los niños ni tan buena impresión a sus padres, pero allí iba, ofreciéndose como “el Mago Master que había triunfado en La Plata”.
A veces ni siquiera le pagaban por sus actuaciones, aunque a José poco le importaba mientras lo dejaran comer un poco y tomarse algunos vasos de cerveza o de vino.
José, el Mago Master, se hizo viejo, la gente de casas de chapa de Almirante Brown envejece rápido, acompañado únicamente por el recuerdo del perro Pichicho, que lo seguía fielmente como un fantasma en pena por las calles de barro, ladrando junto a su maleta de trucos mágicos, junto a la jaulita de Cora, su nueva paloma blanca y gorda que había cazado y adiestrado en el fondo de la casa con pan mojado en leche.
Los chicos del barrio lo saludaban. “Ahí viene el Mago Master”, decían cuando lo veían llegar desde el asfalto donde lo dejaba el camión y se juntaban a su alrededor como palomas, aquellas palomas que se arremolinaban alrededor de Oswald, el Mago de la calle Florida.
Cuando veía venir a los niños, José, el Mago Master, sonreía casi como antes, se ponía la galera y les hacía algún truco con monedas o naipes, trucos cansados y viejos con sus manos doloridas, acostumbradas a arrastrar cajas y bolsas, recordaban torpemente.
Una tarde, cuando se preparaba para una actuación en una casita de chapas a dos cuadras de la suya, descubrió que la paloma Cora había muerto. La miró largo rato, tirada en el fondo de la jaula, con las alas abiertas, esperando que se moviera. Hasta le acercó pan con leche suplicando contra la jaulita que no lo dejara, pero la paloma Cora ya había volado lejos del barro y de las chapas de Almirante Brown.
Se quitó la galera y lloró, secándose las lágrimas con las manos enguantadas.
Suspendió la actuación y esa noche cenó paloma a la cacerola y siguió llorando.
Tiró los huesos al suelo, en un rincón, se agachó y acarició el fantasma del perro Pichicho antes de irse a dormir. Soñó que se moría y, en ese sueño, revelador, entrevió el truco de magia perfecto, ese con el que todos los magos sueñan, sin hilos, sin imanes, sin explicación.
Se levantó en penumbras, llamó al perro Pichicho y, sin siquiera tomar un abrigo, salió a la calle para perderse en la negrura de la noche, cuidando que nadie en el barrio viera su partida.
En Almirante Brown nadie supo qué fue de él.
La casa de chapas amaneció vacía, con su galera y su caja mágica sobre la mesa, con la cama deshecha y los platos sucios, con un montoncito de huesos de paloma mordisqueados en un rincón del suelo.
A partir del día siguiente, cada noche, cuando regresaba el camión rojo de los cartoneros y los niños del barrio preguntaban qué había sido de la vida de José, el Mago Master, simplemente le contestaban “desapareció”.
Y ese fue su mejor truco.

viernes, 6 de febrero de 2009

Los gordos del Macdonal

Publicado en la Antología "Nueva Literatura de Habla Hispana" (Editorial Nuevo Ser, Argentina, 2009).

I

Se acercó a la caja, con aire resuelto aunque algo distante.
—Buenas tardes, ¿qué vas a llevar? -le preguntó una empleada sonriente y tan pequeña que apenas sobresalía por encima de la caja registradora.
—Una hamburguesa, de esas grandotas, y una Tab -pidió.
—¿Una Tab? -preguntó la empleada-, ¿qué es?
—Una gaseosa, una gaseosa de bajas calorías, ¿no la conocés? -se indignó-, ¿cuántos añitos tenés?
—Dieciocho –contestó la empleada con un tono algo nervioso.
—Claro, claro -dijo él y giró su cabeza para sonreírle a un muchacho gordo y rapado que hacía cola delante de otra caja-, sos muy chiquitita, ¿cuántas veces te eligieron empleada del mes?
—Dos -contestó ella, ruborizada debajo de unos rulos castaños y movedizos-, ¿qué se va a servir con su Big Mac?
—Coca Neuss -dijo seriamente y sonrió al ver el desconcierto en los ojos de la chica-, fue un chiste. Dame una Coca.
La empleada se alejó con paso gracioso, de lagartija con rulos, y comentó algo con otro empleado sonriente, de camisa a bastones rojos, tan insignificante como ella.
En pocos segundos regresó a la caja con el pedido. Cuando apoyaba la bandeja sobre el mostrador, pudo ver una extraña inscripción en la remera del cliente, gordo y pelado, apenas visible debajo de una campera de jean: «Muerte al payaso Ronald».
—¿Sabés, nena?, en la época de la Coca Neuss, y ni hablar de la época de la Vidú, la gente vivía mejor en este país -le dijo y, después de guiñarle un ojo, se alejó de las cajas.
Caminó lentamente hasta la primera mesa, ubicada sobre la izquierda del local, mirando hacia la calle, y se sentó de costado, apoyando la espalda contra la pared. Hizo un gesto casi imperceptible, tocándose la oreja derecha. Un pequeño ademán que sólo percibieron cinco personas en el lugar. Los cinco eran gordos. Los cinco estaban rapados.
La «Operación Frenys» había comenzado.




II

Sus nombres de guerra eran, por orden jerárquico, Bondi, Púa, Birome, Vino, Gardel y Asado, también apodado Tirita por ser el más pequeño.
Cuando Bondi hizo el gesto convenido, Púa y Gardel se acercaron a la puerta, esperaron que entrara una señora de tapado marrón y paso cansino, y la cerraron violentamente.
Asado, que se había deslizado como un fantasma hasta la segunda fila de mesas, sacó un revolver y lo apoyó en la nuca del único guardia de seguridad, que comía un helado de crema con la vista perdida en el suelo recién lavado a golpes de lampazo.
Bondi, el más gordo, se paró sobre la mesa, sacó una pistola y dijo, apuntando al techo lleno de globos de colores:
—Todos quietos o son hamburguesas.
Hubo un instante de confusión, gritos y corridas.
Gardel, el más ágil de los gordos, tacleó a un joven de traje que intentaba huir hacia la calle y Asado tomó del cuello a una señora de rulos duros y sucios, armados con spray.
Los gordos se movieron rápidamente. Birome y Vino colgaron unas cortinas oscuras, tapando los ventanales que daban a la calle y colgaron en la puerta un cartel de acrílico blanco y letras negras que decía «cerrado por balance».
Bondi corrió hasta las cajas, saltó el mostrador y después de pegarle un culatazo en la cabeza al supervisor de turno, de reglamentaria camisa a bastones rojos que comenzaron a perder la forma en medio de una mancha de sangre, arrancó el teléfono.
—Somos los gordos del Macdonal -gritó Bondi- si se quedan tranquilos no les va a pasar nada y en unos minutos se van a poder ir tranquilamente, después del tratamiento anti-imperial.


III

Gardel, parado en medio del pasillo del local, dijo mecánicamente:
—Los niños al pelotero. Los padres los acompañan y vuelven a las mesas inmediatamente. Ahora mismo, o vamos a hacer aros de cebolla con sus orejas. El primero que hable o haga ruido termina más pálido que el payaso de Macdonal.
Mientras comenzaba la extraña y silenciosa peregrinación hacia el pelotero, Púa se sentó en una mesa individual y dijo a viva voz:
—Los extranjeros, si son tan amables, deben acercarse hasta aquí, con el documento en la mano -miró alrededor-, después de un pequeño trámite podrán retirarse.
Lentamente, con desconfianza, cuatro personas se acercaron a la mesa.
Púa los interrogó brevemente y anotó en un pequeño cuaderno de hojas rayadas y anillo espiral: «un bolita, dos paraguas, un chilote».
—Es para la estadística, ¿saben? -comentó, sonriente-. Si los señores son tan amables y se dignan a acompañarme hasta la cocina, en instantes podrán retirarse.
Los extranjeros lo siguieron con paso lento, en silencio, y se perdieron detrás de las freidoras industriales.





IV

El primer grito, agudo y chirriante, sonó como la agonía sexual de un gato o una frenada de automóvil. Pero era un alarido largo y doloroso que retumbó desde el fondo de la cocina.
—Tranquilos, que no pasa naranja –dijo Gardel, sonriéndole de colmillo a una adolescente.
El segundo grito pareció salir desde dentro de una caja de cartón, amortiguado por una mano o un trapo de cocina.
El tercer alarido inició una suave melodía gospel, un extraño mantra litúrgico, con un adaggio silbante que se perdió en medio de dos voces quejumbrosas, más bajas, para resurgir de entre sus agonías con un allegro vivace estridente y filoso.
El cuarto, con tonos barítonos y aterrados, completó el coro jadeante de voces que llegaban desde algún lugar de la cocina, detrás de la línea de empleados que se amontonaban en el suelo entre temblores, llantos y camisas de bastones carmesí.
—Ya está –dijo Púa, que apareció sonriente desde el costado del mostrador mientras guardaba un pequeño utensilio de metal, parecido a una cuchara de punta plana, en una caja de pana azul con puntilla blanca.
—Gardel, Asado, las cortinas, que nos vamos –ordenó Bondi, señalando con el arma.
Los gordos se dirigieron con paso rápido y gracioso, de pelota de goma rebotando en un suelo de baldosas, hasta la puerta.
Bondi retrocedió unos metros por el pasillo central, carraspeó y miró a su alrededor.
—Esto sólo fue una advertencia. Un llamado –sus ojos miraban sin ver a través de la gente. Les hablaba a todos sin hablarle a ninguno-. La próxima vez que los encontremos comiendo esta mierda, alimentando las arcas del capitalismo no vamos a tener otra opción que pasarlos por el consejo de guerra. Este es el país del asado, del vino, del dulce de leche, del tango –hizo una pausa y giró hacia la derecha- somos Argentina, ¿es que acaso no lo comprenden? Ar-gen-tina. Argentina potencia, el granero del mundo, la tierra prometida.
Dicho esto, volvió a girar hacia la salida, sus compañeros descolgaron las cortinas y el cartel de la puerta, y se alejaron rápidamente por la avenida al grito de “Ar-gen-tina, Ar-gen-tina”.
Cuatro espectros sudorosos y asustados resurgieron lentamente desde el fondo del local. Caminaron en silencio, agitando sus manos como palomas heridas, en una extraña y ritual fila india.
Arrastraron los pies hasta el centro del salón y sin levantar la vista del suelo fueron saliendo a la calle, con los rostros sin color, muertos y lechosos como muñecas de porcelana, los ojos perdidos en algún recuerdo, a punto de desbordarse.
En las palmas de sus manos, ardientes y sedientas de cremas y hielos, reposaba en bajorrelieve, para el resto de sus vidas, una marca grabada a fuego: «Argentina potencia, reserva moral del mundo”.