lunes, 17 de diciembre de 2007

Buenos chicos

Publicado originalmente en el libro “El Despertar – Homenaje a Roberto Arlt”. Editorial Ateneo de la Letras (2000).

Sin muchas ganas de hacer miniturismo, pero sin nada que hacer, me entretuve mirando la tumba de Justo José de Urquiza, circular, como la muerte, oscura y húmeda, con olor a incienso y agua bendita.
Salí de la iglesia para fumar, hacía calor y la plaza estaba llena de adolescentes que daban la vuelta al perro lentamente, en pequeñas manadas, cachorros buscando amores de pueblo.
Crucé la plaza y entré en la confitería Rex, el único lugar de Concepción del Uruguay del cual guardaba algunos recuerdos de medialunas y café con leche.
Pedí un cortado, distraído, a un mozo con cara de prócer, patillas deshilachadas, bigotes teñidos de negro, y me puse a hojear el diario La Calle que encontré sobre la mesa.
No tenía ganas de leer pero me entretuve pasando las hojas, mirando fotitos sin historia.
Sólo quería que terminara esa maldita tarde entrerriana.
Cuando llegué a las noticias policiales una fotografía se me incrustó en los ojos. Era Nico. Un poco más viejo, un poco más gordo, con barba, pero era Nico. Tenía el pelo largo y desprolijo. Se lo llevaban esposado.
Traté de meterme en la foto, de encontrar sus ojos entre el empaste de la tinta, y alcancé a ver que le colgaba una gran cruz del pecho, plateada y brillosa sobre la polera negra.
No sé cuánto tiempo tardé en despegarme de la foto y leer el titular que la acompañaba. Sentí algo parecido al miedo: “Detienen a joven fanático en Gualeguaychú”.
Creo que me mareé porque no entendí bien qué decía la nota sobre un grupo de ex alumnos del colegio San José de Buenos Aires, fundado por padres bayoneses en mil ochocientos y pico.
La foto de Nico, porque era Nico, un poco más viejo, un poco más gordo, pero era Nico, me trajo a la cabeza imágenes desteñidas por el alcohol, retazos de alegría, las últimas noticias que me habían llegado de César, un par de años antes, desde algún lugar de Brasil.
Pedí un whisky doble, me acomodé en la silla y dejé que la foto me vomitara los recuerdos que prolijamente, día a día, me había encargado de olvidar.
Con las imágenes, que volvían como arcadas y me iluminaban los ojos desde adentro, llegó la calma, la paz, el silencio.
Era la culminación perfecta de la amistad, inmaculada, la del Cristo entregado a sus amigos que muere en la cruz por todos, por él. Eramos buenos chicos.
El azar, el destino, o Dios –seguramente Dios-, nos había arrojado en la Colonia Gutiérrez de Marcos Paz. Siete amigos con dos carpas y una historia que había comenzado a mediados de los ochenta en las horas libres del colegio San José.
A las siete de la tarde del sábado estaba todo listo. Habíamos almorzado fideos con estofado los siete juntos por última vez, el agua para el mate estaba a punto y las cartas nos esperaban, indiferentes, sobre una manta que Charly había puesto cerca del fogón.
Era la hora correcta; correcta y triste, porque se acercaba la culminación, la gloria final, el momento que todos habíamos esperado durante tantos años, pero también la despedida.
“No hay despedidas felices”, había dicho El Rino después de los fideos con un tono intrascendente, mirando el fondito de vino en el cacharro de lata.
Nico me vino a buscar a la carpa. Ya casi no había luz y estaba fresco. César caminaba por el bosque mirando el piso, Charly acomodaba un sol de noche cerca de la manta y El Negro Pacu, con gesto preocupado, se limpiaba las uñas con un palito del fuego.
Lentamente, en silencio, nos fuimos acercando al fogón y nos sentamos en círculo. El último en acomodarse fue Pablo Papa, que traía una botella de whisky y se refregaba las manos por el frío.
Estuvimos un rato callados, mirándonos casi a los ojos, furtivamente, con algo de tristeza, hasta que El Rino, que casi siempre tomaba las decisiones más difíciles, preguntó:
“¿Quién mezcla?”
Sin decir nada, sólo por ocupar las manos y la mente, tomé el mazo y comencé a barajarlo. Mientras mezclaba estuve a punto de llorar, de salir corriendo, de tirar las cartas, pero la mirada apacible de Nico me tranquilizó.
Apoyé las cartas sobre la manta y estiré la mano para que César me pasara la botella de whisky. Tomé un trago, largo y caliente, y dije:
“Buenos muchachos, tiremos reyes”.
La selección de tríos marcaba el inicio del fin: éramos siete y uno quedaría fuera del campeonato. Sólo uno de nosotros, que señalaría el camino se anticiparía, profético, al adiós, a la despedida.
Tomé el mazo y empecé a repartir las cartas boca arriba, echando suertes y destinos. Nico sacó el primer rey y vi o intuí el alivio en sus ojos. El segundo fue para El Rino, el tercero para mí. Volví a mezclar rápidamente, aliviado, y rapartí entre los cuatro que quedaban. Primero salió Pablo Papa y después César.
El Negro Pacu se apoyó contre El Rino y ya no quiso mirar las cartas. Charly tenía los ojos perdidos en la manta.
Salió el sexto: cayó delante del Negro Pacu, graciosamente vestido con sus ropas coloridas y andróginas. Charly se desmoronó, se dejó caer hacia atrás y quedó tendido en el pasto, la vista flotando en el cielo ennegrecido por el otoño, por el destino. Después se levantó como en un sueño, en cámara lenta, y se fue hacia el bosque, la espalda doblada, rompiendo el silencio a pisotones de hojas secas.
Uno de nosotros, de los seis que quedábamos, debía cumplir la misión, nuestra misión.
Otra vez tomé las cartas y las mezclé sin detenerme demasiado en el silencio ni en las miradas. Las puse sobre la manta, en el centro, y dije:
“La carta más baja, valor truco, pierde”.
El Rino tomó la primera: seis de bastos, César, dos de copas, Nico, tres de bastos, El Nego Pacu, seis de copas, yo, once de oros, y Pablo Papa, siete de espadas.
Sólo quedaban El Rino y El Negro Pacu.
Sacó El Rino, dos de oros.
Sacó El Negro Pacu, tres de espadas.
El Rino tiró la carta con bronca sobre la manta, se golpeó la rodilla con el puño y masticó un rosario de putamadres.
Después nos miró, uno a uno, buscando ayuda.
“Menos mal que te tocó a vos”, le dijo César, “sos el único que nos podés marcar el camino; yo no tendría bolas”.
Nos quedamos en silencio, oyendo a lo lejos las pisadas de Charly que crujían desde algún lugar entre los árboles.
Cuando se terminó el whisky, El Rino se levantó como una momia gorda y fue a buscar algo a la carpa. Volvió con una mochilita, se la cargó al hombro y, sin mirarnos, comenzó a caminar hacia el bosque.
“Fuerza, che”, le gritó Nico y El Rino nos regaló una sonrisa lánguida y ensombrecida.
Con Nico y Pablo Papa nos fuimos a la carpa y abrimos otra botella de whisky. Bebimos en silencio, a oscuras, dos botellas, o tres.
Cuando me estaba quedando dormido me pareció oír gritos.
Me desperté enroscado en la bolsa de dormir. Hacía frío y el viento embolsaba el sobretecho de la carpa. Los chicos ya se habían levantado y hablaban sobre el campeonato, que debía empezar, puntualmente, a las once de la mañana.
Salí despacio, desentumeciendo las piernas, los saludé con un gesto y me fui a caminar por el bosque para intentar sacudirme la resaca. Caminé lentamente por el sendero mirando los árboles, me detuve en el cruce de caminos y me senté en el piso. Estaba a punto de encender el primer cigarrillo del día cuando algo me llamó la atención: al costado del camino, sobre unas piedras que parecían acomodadas prolijamente, con algún sentido, había una mancha rojiza y pastosa.
Me acerqué lentamente, con curiosidad, con un miedo inexplicable. Era sangre.
Entre los árboles alcancé a ver una cruz hecha con dos ramas sobre un montículo de tierra recién removida. Me asusté y salí corriendo hacia el campamento.
Llegué agitado y me tiré cerca del fuego.
“¿Qué te pasa, che?”, me preguntó César.
“Nada, nada”, le dije.
Allí cerca, detrás de las carpas, El Rino, recién levantado, se lavaba con agua de una botella de plástico. Tenía las manos manchadas con sangre.
Dispersos, casi sin hablar, tomamos mate cocido y comimos pan duro hasta las once de la mañana.
Como Charly ya no estaba, El Negro Pacu se encargó de tender la manta y traer el mazo de cartas.
El Rino estuvo a punto de quebrarse paro Pablo Papa lo atajó:
“Rino, tenés unas bolas de este tamaño, sos un maestro, si no fuera por vos seguramente se hubiera ido todo al carajo”.
El Rino lo miró con ojos húmedos y sonrió a reglamento.
Tiramos reyes y quedamos definitivamente divididos: Nico, César y yo contra El Negro Pacu, El Rino y Pablo Papa.
El partido arrancó mal porque después de los cinco tantos El Rino me ganó un real envido en el primer pica-pica. A la quinta mano ya habían entrado en las buenas. Nos recuperamos con un vale cuatro de César y un envido-envido que le gané de mano a Pablo Papa. Llegaron a 24 porotos contra 22 nuestros y quedaba el último pica-pica.
“El útlimo pica-pica”, pensé y me puse triste.
Estábamos ensombrecidos, mudos, mirando la manta a cuadritos para no vernos. Ganamos por dos porotos y después de ese último envidoquierotreintaidossonbuenas nadie pudo evitar las lágrimas.
Lloramos como niños, a los gritos, sobre la manta.
Lloramos todas las lágrimas que nos quedaban y nos separamos para rezar miserias o recordar tiempos felices. Yo me tiré a dormir un rato en la carpa, aunque tuve que llenarme de whisky para poder dormitar entre las puteadas de César y los hachazos del Negro Pacu, que se empeñaba en romper unas bases de cemento que habían quedado de pie entre los árboles quién sabe desde qué año, abandonadas y mohosas.
Me desperté a eso de las ocho de la noche. Cuando salí de la carpa El Rino me estaba esperando, sentado en el pasto húmedo con las piernas extendidas, como un pequeño gorila. Me miraba fijamente, asustado y triste. Esquivé su mirada y fui hasta el fogón a servirme mate cocido.
“¿No vas a ir?, mirá que se te está por acabar el tiempo”, me dijo César.
“Sí, ya voy”, le contesté, tratando de no pensar en nada y, sin quererlo, le pregunté:
“¿Vos no vas?”
“Yo ya fui”, me dijo, serio, envejecido.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y busqué refugio en el cacharro de lata. Entre el vapor del mate cocido vi los ojos petrificados de César y la noche, pesada y ondulante como un sueño.
“Vamos, Luis”, me pidió El Rino.
Me quedé duro, sin poder reaccionar.
“Dale, hacélo por mí; no quiero esperar más, es horrible”, insistió.
No quise mirarlo, pero fui hasta el Falcon, abrí el baúl y saqué la 22.
Caminé por el sendero del mirador con la pistola colgando de la mano, balanceándose como el brazo de un muñeco de trapo. El Rino me seguía en la oscuridad. Recé como siete Padrenuestros hasta llegar al descampado y no quise mirarlo hasta que se puso delante. Había traído una pala y la tiró a un costado.
“No puedo, Rino”, le dije, los ojos rodando por el piso.
“No puedo qué, boludo, ¿te volviste loco?, ¿querés estropear todo?”, me dijo.
“No, pero no puedo”, le dije.
“Miráme”, me pidió.
Lo miré a los ojos, encendidos como carbones al rojo vivo, y quise llorar.
“No hay amor más grande que dar la vida por un amigo”, recitó.
“Sí, ya sé…”, empecé a decir.
“Ya sé un carajo”, me gritó, “hace lo que tenés que hacer, ahora”.
“Sí, pero…”
“Ahora, pelotudo”, volvió a gritar.
Sentí que el brazo ya no me respondía. Se levantó solo y seguro, como un instrumento de Dios. Le apunté a la cabeza, a las arruguitas de la frente, transpirada y gorda, y disparé.
El Rino cayó como una bolsa de papas sobre el césped, amortiguado y húmedo, reblandecido.
No alcanzó a gritar. Le disparé otra vez, y otra, hasta que dejó de moverse, flotando en la mancha roja que se abría como un paraguas.
Hice un pozo y lo enterré. Recé un Padrenuestro, entre lágrimas, le puse una cruz hecha con cañas y volví al campamento.
Desde el camino escuché un golpe fuerte pero blando, apagado, y un grito.
Parecía la voz de Pablo Papa.
Nico fue el último en volver al fogón. Lloraba como un niño, lleno de mocos, con un hipo cortito y frágil.
Estuvimos un rato largo en silencio, tomando mate, hasta que César se levantó y dijo con orgullo:
“Bueno, muchachos, ya está, lo hecho, hecho está; podemos irnos en paz”.
En menos de media hora desarmamos el campamento y cargamos los autos.
“Me voy”, dijo Nico.
“¿Qué vas a hacer?”, le pregunté.
“No sé”, me dijo, “voy a andar por ahí”.
Lo abrazamos, llorando en silencio, y lo vimos partir en la camioneta que escupía hojas secas hacia el costado del camino.
“¿Te acerco a algún lado?”, le pregunté a César.
“No, gracias, voy caminando hasta la ruta y ahí veo”, me contestó y nos abrazamos.
“Suerte, viejo”, le dije, “que seas feliz”.
“No te olvides nunca de los muchachos”, me contestó llorando.
Me subí al auto y salí despacito, en primera, zigzagueando por el bosque.
Cuando llegué a la ruta ya era noche cerrada y hacía frío. Prendí la calefacción y me santigüé.
“Gracias”, me pareció escuchar desde alguna parte.
“Gracias a ustedes, muchachos”, contesté en voz baja, hacia adentro, y sonreí.
Éramos buenos chicos.

***

Autor: Luis Fontoira

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