martes, 24 de abril de 2007

DON ALBERTO
Publicado originalmente en el libro “La Argentina a puro cuento”
Thálassa Ediciones (1999)

La boca partida de un botellazo y seca, con un cigarrillo colgando que nunca terminaba de apagarse. Así lo recuerdo a don Alberto, que todas las tardes venía a casa para charlar con el abuelo José. Se sentaban en el patio a las cinco en punto, al costado del pino que había plantado mamá en una maceta, y hablaban sobre la guerra civil española y la época de la inmigración. A veces discutían, porque don Alberto era franquista y mi abuelo republicano, pero después terminaban tomando vino y se amigaban.
A eso de las siete, mi abuelo entraba a la habitación y sacaba un tocadiscos enorme a la galería, que estaba toda descascarada por la humedad que, según decía don Alberto, seguro salía del caño del inodoro del baño, o tal vez de la ducha, porque goteaba todo el tiempo y ningún plomero encontraba por dónde perdía el agua.
Antes de prender el tocadiscos, mi abuelo llenaba otra vez los vasos con el botellón de vino tinto que guardaba debajo de la cama. Todas las tardes igual: llenaban los vasos hasta arriba, brindaban y se los tomaban de un trago. Después, los volvían a llenar y ponían el disco. Ni bien empezaba a sonar “La gayola” (porque eran gallegos pero les gustaba el tango y todas las tardes escuchaban primero “La gayola”) se acomodaban mejor en la silla y seguían tomando vino pero más despacio. El disco se escuchaba mal, pero a ellos no les importaba que la voz de Gardel estuviera tapada por el ruido a huevos fritos.
Yo los espiaba desde la cocina, mientras hacía los deberes y mi mamá limpiaba. Me gustaba cuando discutían. “Cabrón”, siempre le gritaba mi abuelo a don Alberto. “Más cabrón serás tú, cerdo comunista”, le contestaba don Alberto y después tomaban vino y escuchaban “La gayola”.
Una vez don Alberto se quedó a cenar en casa pero después no lo invitaron más porque se tiraba pedos en la mesa. Estábamos comiendo ravioles y de repente vino como un olor a podrido. Mi abuelo, que seguro sabía que era don Alberto que se tiraba pedos, le echó la culpa al gato que justo estaba debajo de la mesa. “Gato de mierda”, le gritó y le pegó una patada. El gato se fue corriendo, pobre gato. Se llamaba “Michi”, y era gris como un manchón medio amarillento. Lo había encontrado un amigo de papá, cuando papá vivía, que tenía un taller mecánico en la otra cuadra. Al final, como nunca le daba de comer y encima el gato siempre estaba entre la mugre, mi papá lo trajo a casa y se quedó.
“Que pedo que se tiró, gato de mierda”, dijo mi abuelo cuando lo pateó. Todos nos reímos y seguimos comiendo los ravioles, pero al rato don Alberto se tiró otro pedo y con ruido. Mi mamá lo miró y se puso un poco colorado y bajó la cabeza como que se le había escapado. Ya para el postre se tiró otro pedo y mi mamá, por no pelearse con don Alberto que era tan amigo de mi abuelo, me agarró de la mano y nos fuimos a dormir.
Cuando íbamos por el pasillo, se tiró otro.
Al día siguiente el abuelo le pidió perdón a mamá y le explicó que don Alberto no se tiraba pedos a propósito. “Tiene un problema en las tripas”, le dijo, “no lo puede controlar, y menos mal que eran ravioles y no salamines”.
De todas formas, a don Alberto no lo invitaron a comer más, aunque seguía viniendo todas las tardes a tomar vino con mi abuelo y a escuchar “La gayola”. Ahí, en el patio, no había problema. A veces mi abuelo cortaba un poco de queso para comer con el vino y don Alberto se podía tirar los pedos tranquilo.
El día que se murió mi abuelo todo el barrio se puso triste. Pasaron por casa todos los que habían venido cuando se murió papá y además algunos viejos que mamá y yo no conocíamos. Uno de ellos, don Tito, no paraba de llorar. “Siempre escuchaba “La gayola””, decía de mi abuelo entre llanto y llanto aunque yo no sabía cómo se había enterado de que mi abuelo escuchaba todos los días “La gayola” porque nunca lo había visto.
Don Alberto vino a casa ni bien se enteró de lo de mi abuelo. “¿Qué pasó?” preguntó ni bien entró, con la boca partida de un botellazo y un cigarrillo colgando. “Fue durante la noche, no se despertó”, le dijo mi mamá que lloraba en la cocina.
Don Alberto se hizo cargo de todo. Mi abuelo seguía acostado en la cama. Estuvo como dos horas encerrado en la habitación y lo acomodó para que lo vieran las visitas.
A la tarde fueron llegando todos: tía Martita, el camionero Ricardo, Ernesto, el de la otra cuadra, Julián, el mecánico que había encontrado al “Michi”, la prima Raquel y los demás viejos que yo no conocía.
Yo me quedé en la pieza porque mamá me dijo que era mejor que no lo viera al abuelo. Desde mi cama escuchaba que todos hablaban y de a ratos alguno se ponía a llorar.
En algún momento salí al patio a tomar un poco de aire y justo pasaba mi mamá con una bandeja de sanguchitos y dos jarras: una de café y una de vino. Estaba pálida y con los ojos hinchados.
“¿Puedo ir un poco?”, le pregunté, y como no me contestó nada, me fui para la pieza del abuelo. Estaba toda llena de humo y de gente. Julián se agarraba la cabeza en un rincón y Raquel le estaba contando algo de una fiesta de casamiento a Ernesto que decía que sí con la cabeza y sonreía.
Mi abuelo estaba en la cama, dormido, al lado suyo estaba sentado don Alberto, con un cigarrillo colgando de la boca. Don Alberto no hablaba con nadie. Estaba serio y callado. De vez en cuando le acomodaba un poco los brazos al abuelo y volvía a sentarse con las manos entre las piernas, mirando hacia el techo.
Ya de madrugada, cuando mi mamá me hizo ir a dormir, solamente quedaban Julián y don Alberto. Cuando me fui para la pieza, Julián aprovechó y se despidió.
“Vaya usted a dormir un poco que yo me quedo”, le dijo don Alberto a mamá.
Al rato la vi pasar a mamá que se iba para la pieza. Me lo imaginé a don Alberto solo con mi abuelo, acomodándole los brazos y mirar el techo. Cuando me estaba quedando dormido, no sé si me pareció a mí o qué, pero desde la habitación del abuelo se escuchaba bajito “La gayola”.
A la mañana siguiente enterraron al abuelo pero yo no fui porque estaba durmiendo. Me despertó mamá cuando volvió del cementerio. Parecía más vieja. Le pregunté por el entierro pero me contó poco, lo único que me acuerdo es que me dijo que don Alberto no había comido nada para no tirarse pedos, pero la panza le hacía tanto ruido que era peor, aunque era un ruido más normal. Pobre don Alberto.
A la tarde, cuando llegó la hora en que mi abuelo y don Alberto se juntaban, el patio parecía más grande y feo. Yo estaba en la cocina con mamá, que de a ratos lloraba. En eso, apareció don Alberto. Entró caminando despacio, nos saludó con la mano y, sin decirnos nada, agarró una silla y se sentó en el mismo lugar de todos los días. Estuvo un rato así, después se paró, entró a la pieza del abuelo y sacó el tocadiscos y el botellón de vino. Sirvió dos vasos, se los tomó y puso “La gayola”.
Don Alberto siguió viniendo todos los días. Tomaba vino y escuchaba “La gayola” como si estuviera con mi abuelo. No hablaba, solamente se sentaba y miraba el cielo, con un cigarrillo colgando de la boca partida de un botellazo.
Una tarde, mamá (porque a mamá le daba pena) lo invitó a cenar, pero don Alberto no quiso quedarse; seguro se acordaba del día de los pedos.
“Vamos, don Alberto, quedesé, por los buenos tiempos”, le dijo mamá con tono de súplica.
Al final, se quedó. Había milanesas con puré.
Al tercer bocado se tiró el primer pedo y yo, para disimular, lo miré al gato que estaba lamiéndose la cola abajo de la mesa. El segundo fue peor, más largo y me tenté de risa. Mamá me miró fijo pero se tentó y también se empezó a reír. Al cuarto pedo todos nos reíamos.
Desde esa noche don Alberto se quedó a cenar todos los días. A la tarde tomaba vino y escuchaba “La gayola”. A la noche comía con nosotros y se tiraba pedos que nos hacían acordar al abuelo.
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Autor: Luis Fontoira