lunes, 31 de marzo de 2008

Huesitos

Publicado en la Antología "Mundo Literario 2007" (Editorial Nuevo Ser, Argentina, 2007). Finalista del Certamen "La Hucha de Oro" organizado por la Fundación de las Cajas de Ahorro de España (2007). Publicado en "Carne de Exportación y otros cuentos" (Fundación de las Cajas de Ahorro, España, febrero de 2008).

A cierta edad parece que se achican. Quizás realmente se achican, vaya uno a saber.
Así, medio encorvados, con ese paso lento y arrastrado de lombriz al sol no se los ve muy grandotes que digamos. Hay excepciones, claro, vaya si las hay, qué sería de nosotros si no las hubiera. Parecen chiquitos, como casi todos, pero al final resultan ser unos mastodontes debajo de sus sobretodos raídos y sus mortajas de chalina marrón.
Las mujeres no. Son casi todas chiquititas, con huesitos que parecen astillas. Aún las gordas, debajo de sus panzas gelatinosas, verdes en várices y derrames, son pequeñitas. No hay más que apartar los colgajos de grasa para comprobar que todas siguen siendo casi adolescentes. No, definitivamente no son grandes, pero son más. Tres a uno, por decir algo. Un hombre, tres mujeres, dos hombres, siete mujeres. De esa forma, uno puede compensar la escasez de varones y llegar a fin de mes como Dios manda.
A decir verdad, uno agarra lo que encuentra, lo que consigue o, mejor dicho, lo que se deja atrapar. Después de tantos años de trabajar en este negocio, aprendí que no se los puede abordar así como así, espada en mano gritando desde la quilla, bravuconeando debajo de la bandera con una calavera y dos tibias cruzadas antes de saltar a cara descubierta sobre ellos. No. Ese sistema puede funcionar con algunos pocos pero, a falta de músculos y hormonas, la mayoría aún conserva algún instinto o posee la convicción asesina del que nada tiene para perder. Y presentan batalla.
Hay que estudiarlos bien antes de decidirse a avanzar, delimitar el territorio de trabajo, conocer las horas en las que salen de sus casas y entran al espacio público, los lugares que frecuentan, sus recorridos y, aunque parezca extraño, sus eventuales compañías, porque muchas veces las tienen.
Hay que mirarlos, un día, dos días, una semana, quizás más. Desde lejos, con cuidado de no ser visto. Porque si uno es descubierto de nada servirán las argumentaciones del manual, el know how acumulado durante años por la empresa. No habrá forma de convencerlos. Un anciano asustado puede ser feroz como una rata rabiosa y, aún sin dientes morderá hasta el hueso. ¿Para qué pelear? Uno solamente es un trabajador, un esclavo de las armas de seducción, de la argumentación racional, del convencimiento casi amoroso. Somos hombres de negocios, con rol social muy claro, no mercaderes.
He visto compañeros, hombres jóvenes, entrenados y equipados con la última tecnología de caza, morir en manos de inofensivos ancianos que al sentirse perseguidos se transforman en máquinas de matar, con los dedos corvos y amarillentos convertidos en garras, la boca babeante como lobos, ojos hinchados de sangre, pozos ciegos, sin una sola lágrima para derramar por nada ni por nadie.
Hay que estudiarlos con calma, con compasión, sabiendo que el día de mañana, si llegamos a los setenta, Dios lo permita, seremos nosotros los buscados y, seguramente, con peores armas que las actuales, sin derechos ni opción alguna a negarse al bien común como se tiene hoy en día.
Una vez que tengo bien estudiado a un anciano, intento forzar un encuentro, un cruce callejero, siempre de frente, con mucha luz para que tenga tiempo de verme llegar y no se asuste más de lo conveniente. Sé que los conectores intimidan pero eso casi siempre juega a mi favor. A su edad no distinguen si son privados o públicos y muchas veces me confunden con un policía. Más aún si me ven llegar en mi vehículo. Hombre joven, conectores y vehículo, todo junto, sólo puede ser sinónimo de millonario o de policía. Demasiado joven para millonario, en sus mentes asustadas por apocalipsis interminables sólo puedo ser policía.
Los saludo con amabilidad, sin sacarme los lentes porque temo que puedan ver en mis ojos que veo el miedo en los suyos. Les sonrío con muchos dientes y los saludo como si toda mi vida hubiese esperado ese momento. Sé que no confían en mí, porque no confían en nadie, pero los conectores los intimidan. Me dan los buenos días o las buenas tardes -casi nunca salen de noche por lo que se dice que les ocurre a los ancianos cuando cae el sol- y se quedan quietos, sin siquiera atreverse a un simple temblequeo de manos. En ese momento no hay parkinson que valga, las ponen rígidas, anudadas debajo de vientre, con los nudillos blancos de miedo, temiendo que la edad los traicione una vez más.
"Psicología crítica", es lo que dice el manual, "escenarios de crisis", hipótesis de conflicto. Cautela, estrategias de seducción, aconseja la empresa. Tacto, sentido común, digo yo, mesura, voz suave, con pinceladas de ternura aquí y allá. Los tranquilizo poco a poco pero con firmeza, porque no es cuestión de que tanta precaución en el trato termine por restarme autoridad. Y cuando veo que su respiración vuelve a ser normal, o casi, les pido el ID. Gentilmente, pero con tono estricto: "¿Sería tan amable de enseñarme el ID?". Esa pregunta, con ese tono, nunca falla. Veo el alivio en sus caras, porque saben que no hace falta que les solicite el ID, que con sólo apretar un sensor de mi chaqueta puedo leerlo, lo solicite o no. "Lo pide, tiene buenas intenciones", piensan y acaso no se equivocan porque, en definitiva, trabajo por el bien de la humanidad. Sus caras se descontracturan, se les desarma la rigidez de las facciones, vuelven a cubrir con rosas y rojos el amarillo composé de sus mejillas arenosas. Algunos, inclusive, sueltan las manos al aire, como palomas tullidas, liberándolas de la cárcel de dedos, y relajan las piernas, las cambian de posición. Y con una media sonrisa en la boca me dicen "sí señor" y giran su muñeca derecha de corderos para mostrarme la plaqueta identificatoria.
Antes de scanearla me gusta adivinar los datos. Y créanme que, después de tantas lides, me equivoco por muy poco y muy pocas veces. Si me digo "setenta y tres años, ochenta y dos kilos" podrán ser setenta y cuatro y ochenta kilos, o setenta y dos y ochenta y tres, pero la diferencia nunca es mayor.
Ahí sí echo mano al manual de la empresa. "Objetivo sumiso", estrategia dos, historia de la humanidad y sus miserias, desarrollo tecnológico y falta de recursos naturales, ansias de trascendencia y realización personal, alejados de la manada, lobos heroicos enfrentando el destino de grandeza. "Objetivo indeciso", estrategia seis, puntos en la cuenta bancaria de la familia, alimentos frescos y posibilidades de bienestar económico para hijos, nietos y amigos. "Objetivo rebelde", estrategia doce, el inexorable final a la vuelta de la esquina, la imposibilidad de escape de la muerte, la opción legal y fructífera a sola firma ante la eventualidad de un asalto clandestino.
Después de la parrafada de argumentaciones, convenientemente acentuadas con ademanes simples, una mano extendida allí, una palma sincera acá, una sonrisita cómplice, quedan al borde del sí, en la cornisa. Sé que los tengo que rematar en ese instante, que la aceptación siempre es en caliente. Anciano que se enfría, anciano que sigue su vida miserable, lejos de la empresa.
Entonces les explico que, si bien del polvo venimos, no necesariamente tenemos que volver al polvo. Eso era antes. El método artesanal y sólo para ancianos o familias muy pudientes: madera lustrosa, tierra negra en terrones, gusanitos voraces y babosos, abono y podredumbre, o fuego de soplete, chuleta de muerto al horno, carboncitos y cenizas al viento, polvo de abuelo en una urna decorada que junta tierra en un rincón de la casa, encierro eterno sin memoria. Hoy no. Hoy podemos seguir siendo energía, ¿o acaso nunca escuchó que los humanos somos energía? ¿Para qué perderla? Podemos volar, dispararnos al infinito, explotar. Podemos llenar el aire de nosotros, dejar huellas en las nubes, cerquita de Dios.
En ese momento, después del convincente “cerquita de Dios”, la mayoría me firma la solicitud, la esperada autorización que otorga legalidad a los procedimientos empresarios y tranquilidad de conciencia a las convicciones religiosas.
Una semana más tarde, después de la fiesta de despedida, lujosa, para veinte invitados, solventada por la empresa, los pasamos a buscar. Es el momento del adiós, el instante de las lágrimas, las sinceras, las fingidas, las correctas y las esperadas, las de los beneficiarios de la póliza y las del anciano, lágrimas que dejan escapar sus ojos lechosos por cataratas y cegueras en ciernes, lágrimas que todos ellos se sacan de encima como lastre cuando comprenden que ya no habrá nada por lo que llorar.
Para mí es un día feliz porque, después de tanto trabajo, una vez entregado el anciano en tiempo y forma, la empresa incrementará el saldo bancario a mi favor. También es un día de ansiedad porque en el momento de la entrega especulo con las variables que pueden engrosar o disminuir mi paga. El trayecto hasta la empresa se hace largo, con el viejo mirando la nada, despidiéndose de sus fantasmas, en silencio, la cabeza ladeada como un cristo en la cruz y mi ansiedad por conocer el veredicto inequívoco del clasificador de densidad ósea.
Cuando llegamos a la base, el corazón se me desordena, pierde la compostura y salta como un mono. Son segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco y el anciano pasa debajo del arco de luz, se pierde de vista, acompañado por los técnicos y los médicos. Sólo segundos, uno, dos, tres, cuatro, cinco y se me acredita el saldo en la cuenta que monitoreo, casi mareado por la emoción, desde mi chaqueta. "Apto 1, ochenta y un kilogramos", leo y se me llenan los ojos de agua. A veces se me desbordan como diques, avasallados por la convicción venturosa de quien recibe una noticia inverosímil, como la de poder comprar y mantener un vehículo propio. Pienso en mis hijos, en la empresa, en el mundo. Y lloro. Sí, lloro de alegría, cuidando la compostura y agradeciendo a Dios por lo bajo. Otras veces, en cambio, leo "No Apto", o "Apto B2" y me cago en el mundo, en la plusvalía y en la empresa. Pienso en todo el trabajo, en las horas de seguimiento y estudio de campo, en las técnicas de seducción y recitado del manual y hasta tengo ganas de entrar corriendo a la base para golpear al anciano hasta hacerle polvo los huesos, esos huesos de mierda que no sirven para nada después del análisis del clasificador de densidad ósea. Y me cago en la puta ciencia y su enferma manía de aplicar nuevas tecnologías a los conectores pero no lograr la cura a la osteoporosis.
Porque cuando tienen osteoporosis pagan menos. Casi nada, una miseria. Dicen que con osteoporosis no se puede hacer combustible porque el hueso no rinde. Sólo sirven para naftas de mala calidad, con pocos octanos. Y eso se paga poco, una verdadera miseria, viejos de mierda.

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Autor: Luis Fontoira