domingo, 24 de junio de 2007

Calma Blanca

Publicado originalmente en el libro “5º Torrente Nacional de cuentos 1999”-Ediciones Baobab-2000


Al verte ahí tirada, como una foca, pensé que mi alegría era un poco idiota, de entrecasa. Lo pensé con convicción, con esa convicción que sólo tienen los idiotas cuando están por hacer algo capaz de moverlos por un instante de su predestinación a la intrascendencia, al olvido.
Desnuda eras igual a como te había imaginado. Blanca. Sin marcas ni pliegues, salvo por ese par de costillas asomando tímidamente.
Cerré la puerta de la habitación y me pareció que tenías el pelo más largo. Hubiera jurado, en vano, como siempre, que no te bajaba de los hombros. Pero no, te caía, pesado y lustroso, hasta los omóplatos.
Te miré en silencio mientras sonreías y me mostrabas los dientes no tan blancos, no tan parejos, como siempre me habían gustado. Yo también quise sonreír, pero pensé que iba a quedar más idiota de lo habitual, así que, sin mucho esfuerzo, me contuve y traté de parecer lo más serio y frío posible, mirándote mientras te arrastrabas por las sábanas amarillas como un lagarto al sol.
Creo que dijiste algo que me encargué prolijamente de no escuchar o de olvidar al instante. Para mí todo era silencio y quietud, placidez, una culminación que me crecía desde adentro como una profecía de eternidad, un giro inesperado del estigma mediocre que cargo desde que supe que no sabía qué era lo que hacía en este mundo.
Ahí estaba, por fin, con el tiempo detenido en tu desnudez y tu pelo tan largo que, mirándolo bien, casi te llegaba hasta la cintura y no paraba de crecer.
Prendí un cigarrillo, quizás esperando que te molestara mi silencio de humo distante. Volviste a sonreír y pensé que te estabas burlando, que pensabas que no podía escapar de mi mismo tan siquiera por un momento. Creo que te diste cuenta porque tus labios se apagaron lentamente, se cayeron como dos gotas de tu cara blanca.
Sentado a los pies de la cama te vi revolcarte sin sentido o con un sentido que me quedaba grande y te tuve lástima, sólo por sentir lo peor que se puede sentir por alguien.
Terminé el cigarrillo y lo tiré por la ventana. Cayó despacito como en un sueño y voló seis pisos sin que el viento lo perturbara. Creo que rebotó en el piso y me hizo gracia.
Me di vuelta despacio, con la cara más solemne de mi repertorio. Te habías puesto boca abajo y me mostrabas tu parte más blanda, redonda y sin sol. Me acerqué a la cama tratando de que mis zapatos no se quejaran y algo me subió, como un globo, desde el estómago a la cabeza.
Antes de irme te miré desde la puerta. Estabas más blanca que nunca, desnuda y suave como en las películas pero sin maquillaje. Mirabas el techo con una serenidad que me llenó de calma. Las sábanas habían perdido la rigidez y se ondulaban hasta la alfombra.
No quise decirte nada.
Cuando llegué a la calle vi el cigarrillo que había tirado desde tu habitación, abandonado como un paria. Traté de imaginar el recorrido de su vuelo pero sólo pensar en la caída me dio vértigo. Volví a mirarlo sobre las baldosas grises y por un momento creí verme ahí tirado. Sacudí la cabeza como un perro mojado para sacarme de encima todo rastro de distracción después de haber torcido, finalmente, mi rumbo inocuo.
Sólo quería conservar en mi cabeza la imagen de tu cuerpo blanco y suave, de tus brazos cruzados sobre el abdomen, rígidos, estáticos como en una foto, aferrados al mango de madera, intentando frenar el hilo de sangre que se te escapaba como un vómito hasta los muslos y coloreaba tus blancuras con gotitas carmesí. El rojo siempre te quedó bien.
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Autor: Luis Fontoira