lunes, 17 de diciembre de 2007

Buenos chicos

Publicado originalmente en el libro “El Despertar – Homenaje a Roberto Arlt”. Editorial Ateneo de la Letras (2000).

Sin muchas ganas de hacer miniturismo, pero sin nada que hacer, me entretuve mirando la tumba de Justo José de Urquiza, circular, como la muerte, oscura y húmeda, con olor a incienso y agua bendita.
Salí de la iglesia para fumar, hacía calor y la plaza estaba llena de adolescentes que daban la vuelta al perro lentamente, en pequeñas manadas, cachorros buscando amores de pueblo.
Crucé la plaza y entré en la confitería Rex, el único lugar de Concepción del Uruguay del cual guardaba algunos recuerdos de medialunas y café con leche.
Pedí un cortado, distraído, a un mozo con cara de prócer, patillas deshilachadas, bigotes teñidos de negro, y me puse a hojear el diario La Calle que encontré sobre la mesa.
No tenía ganas de leer pero me entretuve pasando las hojas, mirando fotitos sin historia.
Sólo quería que terminara esa maldita tarde entrerriana.
Cuando llegué a las noticias policiales una fotografía se me incrustó en los ojos. Era Nico. Un poco más viejo, un poco más gordo, con barba, pero era Nico. Tenía el pelo largo y desprolijo. Se lo llevaban esposado.
Traté de meterme en la foto, de encontrar sus ojos entre el empaste de la tinta, y alcancé a ver que le colgaba una gran cruz del pecho, plateada y brillosa sobre la polera negra.
No sé cuánto tiempo tardé en despegarme de la foto y leer el titular que la acompañaba. Sentí algo parecido al miedo: “Detienen a joven fanático en Gualeguaychú”.
Creo que me mareé porque no entendí bien qué decía la nota sobre un grupo de ex alumnos del colegio San José de Buenos Aires, fundado por padres bayoneses en mil ochocientos y pico.
La foto de Nico, porque era Nico, un poco más viejo, un poco más gordo, pero era Nico, me trajo a la cabeza imágenes desteñidas por el alcohol, retazos de alegría, las últimas noticias que me habían llegado de César, un par de años antes, desde algún lugar de Brasil.
Pedí un whisky doble, me acomodé en la silla y dejé que la foto me vomitara los recuerdos que prolijamente, día a día, me había encargado de olvidar.
Con las imágenes, que volvían como arcadas y me iluminaban los ojos desde adentro, llegó la calma, la paz, el silencio.
Era la culminación perfecta de la amistad, inmaculada, la del Cristo entregado a sus amigos que muere en la cruz por todos, por él. Eramos buenos chicos.
El azar, el destino, o Dios –seguramente Dios-, nos había arrojado en la Colonia Gutiérrez de Marcos Paz. Siete amigos con dos carpas y una historia que había comenzado a mediados de los ochenta en las horas libres del colegio San José.
A las siete de la tarde del sábado estaba todo listo. Habíamos almorzado fideos con estofado los siete juntos por última vez, el agua para el mate estaba a punto y las cartas nos esperaban, indiferentes, sobre una manta que Charly había puesto cerca del fogón.
Era la hora correcta; correcta y triste, porque se acercaba la culminación, la gloria final, el momento que todos habíamos esperado durante tantos años, pero también la despedida.
“No hay despedidas felices”, había dicho El Rino después de los fideos con un tono intrascendente, mirando el fondito de vino en el cacharro de lata.
Nico me vino a buscar a la carpa. Ya casi no había luz y estaba fresco. César caminaba por el bosque mirando el piso, Charly acomodaba un sol de noche cerca de la manta y El Negro Pacu, con gesto preocupado, se limpiaba las uñas con un palito del fuego.
Lentamente, en silencio, nos fuimos acercando al fogón y nos sentamos en círculo. El último en acomodarse fue Pablo Papa, que traía una botella de whisky y se refregaba las manos por el frío.
Estuvimos un rato callados, mirándonos casi a los ojos, furtivamente, con algo de tristeza, hasta que El Rino, que casi siempre tomaba las decisiones más difíciles, preguntó:
“¿Quién mezcla?”
Sin decir nada, sólo por ocupar las manos y la mente, tomé el mazo y comencé a barajarlo. Mientras mezclaba estuve a punto de llorar, de salir corriendo, de tirar las cartas, pero la mirada apacible de Nico me tranquilizó.
Apoyé las cartas sobre la manta y estiré la mano para que César me pasara la botella de whisky. Tomé un trago, largo y caliente, y dije:
“Buenos muchachos, tiremos reyes”.
La selección de tríos marcaba el inicio del fin: éramos siete y uno quedaría fuera del campeonato. Sólo uno de nosotros, que señalaría el camino se anticiparía, profético, al adiós, a la despedida.
Tomé el mazo y empecé a repartir las cartas boca arriba, echando suertes y destinos. Nico sacó el primer rey y vi o intuí el alivio en sus ojos. El segundo fue para El Rino, el tercero para mí. Volví a mezclar rápidamente, aliviado, y rapartí entre los cuatro que quedaban. Primero salió Pablo Papa y después César.
El Negro Pacu se apoyó contre El Rino y ya no quiso mirar las cartas. Charly tenía los ojos perdidos en la manta.
Salió el sexto: cayó delante del Negro Pacu, graciosamente vestido con sus ropas coloridas y andróginas. Charly se desmoronó, se dejó caer hacia atrás y quedó tendido en el pasto, la vista flotando en el cielo ennegrecido por el otoño, por el destino. Después se levantó como en un sueño, en cámara lenta, y se fue hacia el bosque, la espalda doblada, rompiendo el silencio a pisotones de hojas secas.
Uno de nosotros, de los seis que quedábamos, debía cumplir la misión, nuestra misión.
Otra vez tomé las cartas y las mezclé sin detenerme demasiado en el silencio ni en las miradas. Las puse sobre la manta, en el centro, y dije:
“La carta más baja, valor truco, pierde”.
El Rino tomó la primera: seis de bastos, César, dos de copas, Nico, tres de bastos, El Nego Pacu, seis de copas, yo, once de oros, y Pablo Papa, siete de espadas.
Sólo quedaban El Rino y El Negro Pacu.
Sacó El Rino, dos de oros.
Sacó El Negro Pacu, tres de espadas.
El Rino tiró la carta con bronca sobre la manta, se golpeó la rodilla con el puño y masticó un rosario de putamadres.
Después nos miró, uno a uno, buscando ayuda.
“Menos mal que te tocó a vos”, le dijo César, “sos el único que nos podés marcar el camino; yo no tendría bolas”.
Nos quedamos en silencio, oyendo a lo lejos las pisadas de Charly que crujían desde algún lugar entre los árboles.
Cuando se terminó el whisky, El Rino se levantó como una momia gorda y fue a buscar algo a la carpa. Volvió con una mochilita, se la cargó al hombro y, sin mirarnos, comenzó a caminar hacia el bosque.
“Fuerza, che”, le gritó Nico y El Rino nos regaló una sonrisa lánguida y ensombrecida.
Con Nico y Pablo Papa nos fuimos a la carpa y abrimos otra botella de whisky. Bebimos en silencio, a oscuras, dos botellas, o tres.
Cuando me estaba quedando dormido me pareció oír gritos.
Me desperté enroscado en la bolsa de dormir. Hacía frío y el viento embolsaba el sobretecho de la carpa. Los chicos ya se habían levantado y hablaban sobre el campeonato, que debía empezar, puntualmente, a las once de la mañana.
Salí despacio, desentumeciendo las piernas, los saludé con un gesto y me fui a caminar por el bosque para intentar sacudirme la resaca. Caminé lentamente por el sendero mirando los árboles, me detuve en el cruce de caminos y me senté en el piso. Estaba a punto de encender el primer cigarrillo del día cuando algo me llamó la atención: al costado del camino, sobre unas piedras que parecían acomodadas prolijamente, con algún sentido, había una mancha rojiza y pastosa.
Me acerqué lentamente, con curiosidad, con un miedo inexplicable. Era sangre.
Entre los árboles alcancé a ver una cruz hecha con dos ramas sobre un montículo de tierra recién removida. Me asusté y salí corriendo hacia el campamento.
Llegué agitado y me tiré cerca del fuego.
“¿Qué te pasa, che?”, me preguntó César.
“Nada, nada”, le dije.
Allí cerca, detrás de las carpas, El Rino, recién levantado, se lavaba con agua de una botella de plástico. Tenía las manos manchadas con sangre.
Dispersos, casi sin hablar, tomamos mate cocido y comimos pan duro hasta las once de la mañana.
Como Charly ya no estaba, El Negro Pacu se encargó de tender la manta y traer el mazo de cartas.
El Rino estuvo a punto de quebrarse paro Pablo Papa lo atajó:
“Rino, tenés unas bolas de este tamaño, sos un maestro, si no fuera por vos seguramente se hubiera ido todo al carajo”.
El Rino lo miró con ojos húmedos y sonrió a reglamento.
Tiramos reyes y quedamos definitivamente divididos: Nico, César y yo contra El Negro Pacu, El Rino y Pablo Papa.
El partido arrancó mal porque después de los cinco tantos El Rino me ganó un real envido en el primer pica-pica. A la quinta mano ya habían entrado en las buenas. Nos recuperamos con un vale cuatro de César y un envido-envido que le gané de mano a Pablo Papa. Llegaron a 24 porotos contra 22 nuestros y quedaba el último pica-pica.
“El útlimo pica-pica”, pensé y me puse triste.
Estábamos ensombrecidos, mudos, mirando la manta a cuadritos para no vernos. Ganamos por dos porotos y después de ese último envidoquierotreintaidossonbuenas nadie pudo evitar las lágrimas.
Lloramos como niños, a los gritos, sobre la manta.
Lloramos todas las lágrimas que nos quedaban y nos separamos para rezar miserias o recordar tiempos felices. Yo me tiré a dormir un rato en la carpa, aunque tuve que llenarme de whisky para poder dormitar entre las puteadas de César y los hachazos del Negro Pacu, que se empeñaba en romper unas bases de cemento que habían quedado de pie entre los árboles quién sabe desde qué año, abandonadas y mohosas.
Me desperté a eso de las ocho de la noche. Cuando salí de la carpa El Rino me estaba esperando, sentado en el pasto húmedo con las piernas extendidas, como un pequeño gorila. Me miraba fijamente, asustado y triste. Esquivé su mirada y fui hasta el fogón a servirme mate cocido.
“¿No vas a ir?, mirá que se te está por acabar el tiempo”, me dijo César.
“Sí, ya voy”, le contesté, tratando de no pensar en nada y, sin quererlo, le pregunté:
“¿Vos no vas?”
“Yo ya fui”, me dijo, serio, envejecido.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y busqué refugio en el cacharro de lata. Entre el vapor del mate cocido vi los ojos petrificados de César y la noche, pesada y ondulante como un sueño.
“Vamos, Luis”, me pidió El Rino.
Me quedé duro, sin poder reaccionar.
“Dale, hacélo por mí; no quiero esperar más, es horrible”, insistió.
No quise mirarlo, pero fui hasta el Falcon, abrí el baúl y saqué la 22.
Caminé por el sendero del mirador con la pistola colgando de la mano, balanceándose como el brazo de un muñeco de trapo. El Rino me seguía en la oscuridad. Recé como siete Padrenuestros hasta llegar al descampado y no quise mirarlo hasta que se puso delante. Había traído una pala y la tiró a un costado.
“No puedo, Rino”, le dije, los ojos rodando por el piso.
“No puedo qué, boludo, ¿te volviste loco?, ¿querés estropear todo?”, me dijo.
“No, pero no puedo”, le dije.
“Miráme”, me pidió.
Lo miré a los ojos, encendidos como carbones al rojo vivo, y quise llorar.
“No hay amor más grande que dar la vida por un amigo”, recitó.
“Sí, ya sé…”, empecé a decir.
“Ya sé un carajo”, me gritó, “hace lo que tenés que hacer, ahora”.
“Sí, pero…”
“Ahora, pelotudo”, volvió a gritar.
Sentí que el brazo ya no me respondía. Se levantó solo y seguro, como un instrumento de Dios. Le apunté a la cabeza, a las arruguitas de la frente, transpirada y gorda, y disparé.
El Rino cayó como una bolsa de papas sobre el césped, amortiguado y húmedo, reblandecido.
No alcanzó a gritar. Le disparé otra vez, y otra, hasta que dejó de moverse, flotando en la mancha roja que se abría como un paraguas.
Hice un pozo y lo enterré. Recé un Padrenuestro, entre lágrimas, le puse una cruz hecha con cañas y volví al campamento.
Desde el camino escuché un golpe fuerte pero blando, apagado, y un grito.
Parecía la voz de Pablo Papa.
Nico fue el último en volver al fogón. Lloraba como un niño, lleno de mocos, con un hipo cortito y frágil.
Estuvimos un rato largo en silencio, tomando mate, hasta que César se levantó y dijo con orgullo:
“Bueno, muchachos, ya está, lo hecho, hecho está; podemos irnos en paz”.
En menos de media hora desarmamos el campamento y cargamos los autos.
“Me voy”, dijo Nico.
“¿Qué vas a hacer?”, le pregunté.
“No sé”, me dijo, “voy a andar por ahí”.
Lo abrazamos, llorando en silencio, y lo vimos partir en la camioneta que escupía hojas secas hacia el costado del camino.
“¿Te acerco a algún lado?”, le pregunté a César.
“No, gracias, voy caminando hasta la ruta y ahí veo”, me contestó y nos abrazamos.
“Suerte, viejo”, le dije, “que seas feliz”.
“No te olvides nunca de los muchachos”, me contestó llorando.
Me subí al auto y salí despacito, en primera, zigzagueando por el bosque.
Cuando llegué a la ruta ya era noche cerrada y hacía frío. Prendí la calefacción y me santigüé.
“Gracias”, me pareció escuchar desde alguna parte.
“Gracias a ustedes, muchachos”, contesté en voz baja, hacia adentro, y sonreí.
Éramos buenos chicos.

***

Autor: Luis Fontoira

domingo, 24 de junio de 2007

Calma Blanca

Publicado originalmente en el libro “5º Torrente Nacional de cuentos 1999”-Ediciones Baobab-2000


Al verte ahí tirada, como una foca, pensé que mi alegría era un poco idiota, de entrecasa. Lo pensé con convicción, con esa convicción que sólo tienen los idiotas cuando están por hacer algo capaz de moverlos por un instante de su predestinación a la intrascendencia, al olvido.
Desnuda eras igual a como te había imaginado. Blanca. Sin marcas ni pliegues, salvo por ese par de costillas asomando tímidamente.
Cerré la puerta de la habitación y me pareció que tenías el pelo más largo. Hubiera jurado, en vano, como siempre, que no te bajaba de los hombros. Pero no, te caía, pesado y lustroso, hasta los omóplatos.
Te miré en silencio mientras sonreías y me mostrabas los dientes no tan blancos, no tan parejos, como siempre me habían gustado. Yo también quise sonreír, pero pensé que iba a quedar más idiota de lo habitual, así que, sin mucho esfuerzo, me contuve y traté de parecer lo más serio y frío posible, mirándote mientras te arrastrabas por las sábanas amarillas como un lagarto al sol.
Creo que dijiste algo que me encargué prolijamente de no escuchar o de olvidar al instante. Para mí todo era silencio y quietud, placidez, una culminación que me crecía desde adentro como una profecía de eternidad, un giro inesperado del estigma mediocre que cargo desde que supe que no sabía qué era lo que hacía en este mundo.
Ahí estaba, por fin, con el tiempo detenido en tu desnudez y tu pelo tan largo que, mirándolo bien, casi te llegaba hasta la cintura y no paraba de crecer.
Prendí un cigarrillo, quizás esperando que te molestara mi silencio de humo distante. Volviste a sonreír y pensé que te estabas burlando, que pensabas que no podía escapar de mi mismo tan siquiera por un momento. Creo que te diste cuenta porque tus labios se apagaron lentamente, se cayeron como dos gotas de tu cara blanca.
Sentado a los pies de la cama te vi revolcarte sin sentido o con un sentido que me quedaba grande y te tuve lástima, sólo por sentir lo peor que se puede sentir por alguien.
Terminé el cigarrillo y lo tiré por la ventana. Cayó despacito como en un sueño y voló seis pisos sin que el viento lo perturbara. Creo que rebotó en el piso y me hizo gracia.
Me di vuelta despacio, con la cara más solemne de mi repertorio. Te habías puesto boca abajo y me mostrabas tu parte más blanda, redonda y sin sol. Me acerqué a la cama tratando de que mis zapatos no se quejaran y algo me subió, como un globo, desde el estómago a la cabeza.
Antes de irme te miré desde la puerta. Estabas más blanca que nunca, desnuda y suave como en las películas pero sin maquillaje. Mirabas el techo con una serenidad que me llenó de calma. Las sábanas habían perdido la rigidez y se ondulaban hasta la alfombra.
No quise decirte nada.
Cuando llegué a la calle vi el cigarrillo que había tirado desde tu habitación, abandonado como un paria. Traté de imaginar el recorrido de su vuelo pero sólo pensar en la caída me dio vértigo. Volví a mirarlo sobre las baldosas grises y por un momento creí verme ahí tirado. Sacudí la cabeza como un perro mojado para sacarme de encima todo rastro de distracción después de haber torcido, finalmente, mi rumbo inocuo.
Sólo quería conservar en mi cabeza la imagen de tu cuerpo blanco y suave, de tus brazos cruzados sobre el abdomen, rígidos, estáticos como en una foto, aferrados al mango de madera, intentando frenar el hilo de sangre que se te escapaba como un vómito hasta los muslos y coloreaba tus blancuras con gotitas carmesí. El rojo siempre te quedó bien.
***
Autor: Luis Fontoira

martes, 24 de abril de 2007

DON ALBERTO
Publicado originalmente en el libro “La Argentina a puro cuento”
Thálassa Ediciones (1999)

La boca partida de un botellazo y seca, con un cigarrillo colgando que nunca terminaba de apagarse. Así lo recuerdo a don Alberto, que todas las tardes venía a casa para charlar con el abuelo José. Se sentaban en el patio a las cinco en punto, al costado del pino que había plantado mamá en una maceta, y hablaban sobre la guerra civil española y la época de la inmigración. A veces discutían, porque don Alberto era franquista y mi abuelo republicano, pero después terminaban tomando vino y se amigaban.
A eso de las siete, mi abuelo entraba a la habitación y sacaba un tocadiscos enorme a la galería, que estaba toda descascarada por la humedad que, según decía don Alberto, seguro salía del caño del inodoro del baño, o tal vez de la ducha, porque goteaba todo el tiempo y ningún plomero encontraba por dónde perdía el agua.
Antes de prender el tocadiscos, mi abuelo llenaba otra vez los vasos con el botellón de vino tinto que guardaba debajo de la cama. Todas las tardes igual: llenaban los vasos hasta arriba, brindaban y se los tomaban de un trago. Después, los volvían a llenar y ponían el disco. Ni bien empezaba a sonar “La gayola” (porque eran gallegos pero les gustaba el tango y todas las tardes escuchaban primero “La gayola”) se acomodaban mejor en la silla y seguían tomando vino pero más despacio. El disco se escuchaba mal, pero a ellos no les importaba que la voz de Gardel estuviera tapada por el ruido a huevos fritos.
Yo los espiaba desde la cocina, mientras hacía los deberes y mi mamá limpiaba. Me gustaba cuando discutían. “Cabrón”, siempre le gritaba mi abuelo a don Alberto. “Más cabrón serás tú, cerdo comunista”, le contestaba don Alberto y después tomaban vino y escuchaban “La gayola”.
Una vez don Alberto se quedó a cenar en casa pero después no lo invitaron más porque se tiraba pedos en la mesa. Estábamos comiendo ravioles y de repente vino como un olor a podrido. Mi abuelo, que seguro sabía que era don Alberto que se tiraba pedos, le echó la culpa al gato que justo estaba debajo de la mesa. “Gato de mierda”, le gritó y le pegó una patada. El gato se fue corriendo, pobre gato. Se llamaba “Michi”, y era gris como un manchón medio amarillento. Lo había encontrado un amigo de papá, cuando papá vivía, que tenía un taller mecánico en la otra cuadra. Al final, como nunca le daba de comer y encima el gato siempre estaba entre la mugre, mi papá lo trajo a casa y se quedó.
“Que pedo que se tiró, gato de mierda”, dijo mi abuelo cuando lo pateó. Todos nos reímos y seguimos comiendo los ravioles, pero al rato don Alberto se tiró otro pedo y con ruido. Mi mamá lo miró y se puso un poco colorado y bajó la cabeza como que se le había escapado. Ya para el postre se tiró otro pedo y mi mamá, por no pelearse con don Alberto que era tan amigo de mi abuelo, me agarró de la mano y nos fuimos a dormir.
Cuando íbamos por el pasillo, se tiró otro.
Al día siguiente el abuelo le pidió perdón a mamá y le explicó que don Alberto no se tiraba pedos a propósito. “Tiene un problema en las tripas”, le dijo, “no lo puede controlar, y menos mal que eran ravioles y no salamines”.
De todas formas, a don Alberto no lo invitaron a comer más, aunque seguía viniendo todas las tardes a tomar vino con mi abuelo y a escuchar “La gayola”. Ahí, en el patio, no había problema. A veces mi abuelo cortaba un poco de queso para comer con el vino y don Alberto se podía tirar los pedos tranquilo.
El día que se murió mi abuelo todo el barrio se puso triste. Pasaron por casa todos los que habían venido cuando se murió papá y además algunos viejos que mamá y yo no conocíamos. Uno de ellos, don Tito, no paraba de llorar. “Siempre escuchaba “La gayola””, decía de mi abuelo entre llanto y llanto aunque yo no sabía cómo se había enterado de que mi abuelo escuchaba todos los días “La gayola” porque nunca lo había visto.
Don Alberto vino a casa ni bien se enteró de lo de mi abuelo. “¿Qué pasó?” preguntó ni bien entró, con la boca partida de un botellazo y un cigarrillo colgando. “Fue durante la noche, no se despertó”, le dijo mi mamá que lloraba en la cocina.
Don Alberto se hizo cargo de todo. Mi abuelo seguía acostado en la cama. Estuvo como dos horas encerrado en la habitación y lo acomodó para que lo vieran las visitas.
A la tarde fueron llegando todos: tía Martita, el camionero Ricardo, Ernesto, el de la otra cuadra, Julián, el mecánico que había encontrado al “Michi”, la prima Raquel y los demás viejos que yo no conocía.
Yo me quedé en la pieza porque mamá me dijo que era mejor que no lo viera al abuelo. Desde mi cama escuchaba que todos hablaban y de a ratos alguno se ponía a llorar.
En algún momento salí al patio a tomar un poco de aire y justo pasaba mi mamá con una bandeja de sanguchitos y dos jarras: una de café y una de vino. Estaba pálida y con los ojos hinchados.
“¿Puedo ir un poco?”, le pregunté, y como no me contestó nada, me fui para la pieza del abuelo. Estaba toda llena de humo y de gente. Julián se agarraba la cabeza en un rincón y Raquel le estaba contando algo de una fiesta de casamiento a Ernesto que decía que sí con la cabeza y sonreía.
Mi abuelo estaba en la cama, dormido, al lado suyo estaba sentado don Alberto, con un cigarrillo colgando de la boca. Don Alberto no hablaba con nadie. Estaba serio y callado. De vez en cuando le acomodaba un poco los brazos al abuelo y volvía a sentarse con las manos entre las piernas, mirando hacia el techo.
Ya de madrugada, cuando mi mamá me hizo ir a dormir, solamente quedaban Julián y don Alberto. Cuando me fui para la pieza, Julián aprovechó y se despidió.
“Vaya usted a dormir un poco que yo me quedo”, le dijo don Alberto a mamá.
Al rato la vi pasar a mamá que se iba para la pieza. Me lo imaginé a don Alberto solo con mi abuelo, acomodándole los brazos y mirar el techo. Cuando me estaba quedando dormido, no sé si me pareció a mí o qué, pero desde la habitación del abuelo se escuchaba bajito “La gayola”.
A la mañana siguiente enterraron al abuelo pero yo no fui porque estaba durmiendo. Me despertó mamá cuando volvió del cementerio. Parecía más vieja. Le pregunté por el entierro pero me contó poco, lo único que me acuerdo es que me dijo que don Alberto no había comido nada para no tirarse pedos, pero la panza le hacía tanto ruido que era peor, aunque era un ruido más normal. Pobre don Alberto.
A la tarde, cuando llegó la hora en que mi abuelo y don Alberto se juntaban, el patio parecía más grande y feo. Yo estaba en la cocina con mamá, que de a ratos lloraba. En eso, apareció don Alberto. Entró caminando despacio, nos saludó con la mano y, sin decirnos nada, agarró una silla y se sentó en el mismo lugar de todos los días. Estuvo un rato así, después se paró, entró a la pieza del abuelo y sacó el tocadiscos y el botellón de vino. Sirvió dos vasos, se los tomó y puso “La gayola”.
Don Alberto siguió viniendo todos los días. Tomaba vino y escuchaba “La gayola” como si estuviera con mi abuelo. No hablaba, solamente se sentaba y miraba el cielo, con un cigarrillo colgando de la boca partida de un botellazo.
Una tarde, mamá (porque a mamá le daba pena) lo invitó a cenar, pero don Alberto no quiso quedarse; seguro se acordaba del día de los pedos.
“Vamos, don Alberto, quedesé, por los buenos tiempos”, le dijo mamá con tono de súplica.
Al final, se quedó. Había milanesas con puré.
Al tercer bocado se tiró el primer pedo y yo, para disimular, lo miré al gato que estaba lamiéndose la cola abajo de la mesa. El segundo fue peor, más largo y me tenté de risa. Mamá me miró fijo pero se tentó y también se empezó a reír. Al cuarto pedo todos nos reíamos.
Desde esa noche don Alberto se quedó a cenar todos los días. A la tarde tomaba vino y escuchaba “La gayola”. A la noche comía con nosotros y se tiraba pedos que nos hacían acordar al abuelo.
***
Autor: Luis Fontoira

viernes, 23 de marzo de 2007

1937

Publicado originalmente en el libro “Paisaje de Palabras”,
Editorial De Los Cuatro Vientos (2003)


El olor a pólvora quemada me hizo recordar tiempos menos festivos, menos navideños, en los que recibir una carta casi vencida era el único motivo para festejar nuestra desgracia con un trago de aguardiente y un cacharro de café de porotos.
-¿Te gustan los cuetes, abuelo? – me preguntó Robertito, que entraba corriendo desde el balcón, sonriente, a buscar otro petardo.
-Sí – le contesté, entrecerrando los ojos y viendo, otra vez, los pedazos de una cabeza que, después de un fogonazo seco en medio de la llovizna, volaban por los aires en un callejón de Teruel, en tiempos menos festivos, menos navideños.


***
Autor: Luis Fontoira

martes, 27 de febrero de 2007

Sueños en pastillitas

Publicado en “El Despertar-Homenaje a Roberto Arlt”
Primera edición, Editorial Ateneo de las Letras (2000)



Cuando mi abuelo me dio por primera vez una pastilla roja ni siquiera sospeché que iba a cambiar mi vida.
A mi abuelo Oscar le decían “El Alquimista”, porque se pasaba todo el día en su laboratorio, hecho en una pieza de material en el fondo de la casa.
Mezclaba líquidos, metales, plastilina y plantas. A mí me gustaban los frasquitos aunque no me dejaba tocarlos. Nadie podía entrar al laboratorio si no estaba con el abuelo.
Esa noche, cuando tomé la primera pastilla roja, me dijo:
“Vas a soñar con globos de colores y con payasos; la hice especialmente para vos”.
Soñé toda la noche con globos y con payasos y, al día siguiente, conocí el gran secreto familiar: mi abuelo fabricaba sueños y los metía en pastillitas.
Pastillas para soñar con partidos de fútbol, pastillas para soñar con el éxito, pastillas para soñar con mujeres, pastillas para soñar con millones de dólares.
Sólo era cuestión de pedirle un sueño y esperar un par de días para que el abuelo Oscar volviera con la pastilla.
A veces se equivocaba, como aquella en la que le pedí un sueño con jueguitos electrónicos y me pasé toda la noche soñando que jugaba con un yo-yo que hacía ruiditos y prendía luces de colores. Claro, él no conocía los jueguitos electrónicos que yo quería y sólo podía meter en las pastillas sus propios sueños.
En aquella época, mi hermano Juan, que me llevaba tres años, siempre pedía pastillas de fútbol. Yo a veces también, pero prefería tomar las de jugar a la escondida o las de andar en bicicleta sin rueditas.
No había nada más lindo que dormir. A las ocho en punto nos íbamos a la cama y, si sacábamos buenas notas en el colegio, el abuelo nos preparaba sueños especiales para la siesta de los sábados. Los domingos no porque, según decía, era “el día del Señor”.
Con mi hermano siempre nos contábamos los sueños y él me cargaba por las pavadas que yo le pedía al abuelo. Pero, poco a poco, Juan dejó de hablarme de sus sueños porque decía que no eran cosas para chicos.
Yo lo miraba, intrigado y con un poco de bronca, cuando se ponía a dormir, tan ansioso y contento. Recuerdo que se despertaba feliz, con el pelo revuelto.
Mi abuelo Oscar tampoco me quería contar qué tipo de sueños le daba a mi hermano y yo sentía un odio bárbaro cuando me decían que me iba a enterar “a su debido momento”.
De todas formas, aquel secreto no me importaba tanto porque había descubierto que las pastillas de fútbol eran las mejores y me pasaba toda la noche haciendo goles.
Cuando cumplí los catorce, antes de irme a dormir, mi abuelo me llevó al patio de casa. Hacía calor y lloviznaba.
“Hoy vas a conocer a Raquel”, me dijo, y me puse a temblar como una hoja.
Fui hasta la pieza, me acosté y, tratando de no pensar demasiado en el asunto, me metí la pastilla en la boca y apagué la luz.
En el sueño yo estaba acostado en una cama rara, muy grande, con techo y cortinitas. Había un ventanal que daba a una playa. Era de noche. Se oía el viento y entraba olor a mar. Raquel, porque yo sabía que era Raquel en el sueño, golpeó la puerta y, sin esperar a que yo contestara, entró en la habitación. Era morocha, con el pelo enrulado y largo, y estaba en ropa interior; en ropa interior blanca. Me miró desde la puerta y caminó hasta el costado de la cama. Yo estaba muy nervioso pero cuando levantó las sábanas para acostarse conmigo sentí algo muy raro y lindo. Respiré hondo y traté de no mirarla. Comenzó a acariciarme y se metió debajo de las sábanas. Sentí su respiración en mi cuello, en mi cara. Me besó en los labios y después me metió la lengua en la boca, despacito.
Me desperté sobresaltado en medio de la noche. Estaba transpirado y confundido, hecho un ovillo entre las sábanas mojadas. Me levanté a tomar un poco de agua con la imagen de Raquel siguiéndome por el pasillo. Antes de volver a la habitación me miré en el espejo del baño y sonreí. Tenía el pelo revuelto y los ojos brillosos. Saqué músculo y me dije:
“Vamos muchacho, todavía”.
Volví a la cama y no pude pegar un ojo.
Cuando me levanté me crucé con el abuelo en la cocina y me dio vergüenza. Traté de no mirarlo, pero me preguntó:
“¿Y, que tal estuvo Raquel?”
Me puse colorado y el abuelo se dio cuenta, porque se fue hacia el patio y sólo me acarició la espalda.
Estuve todo el día pensando en Raquel, esperando que llegara la noche para tomar otra pastilla, aunque algo preocupado porque sabía que me iba a dar vergüenza pedírsela al abuelo.
Cuando llegué a casa y fui a cambiarme a la habitación vi que el el abuelo me había dejado una pastillita arriba de la mesa de luz.
“Que grande”, pensé.
Apenas comí y me fui a acostar lo más rápido que pude. En la cocina, mi hermano se quedaba discutiendo con el abuelo.
“Esto no puede ser”, alcancé a oír.
Esa noche soñé que estaba en un bosque y hacía calor. Raquel estaba vestida de rojo y nos acostábamos en el pasto, cerca de un río.
Me desperté tan contento que hasta tenía ganas de correr. Mi hermano, en cambio, estaba enojado. Tan enojado que me dijo:
“¿Por qué no seguís soñando con boludeces, pendejo?”
No entendí por qué estaba enojado conmigo, además, me sentía demasiado contento como para hacerme problemas.
A la noche llegó la gran frustración: mi abuelo me había preparado una pastilla de fútbol.
Yo no le dije nada porque todavía me daba vergüenza, pero seguramente se dio cuenta porque aclaró:
“Todos los días no se puede, aparte hoy le toca a tu hermano”.
Me dio tanta bronca que al principio no quise tomarla, pero como no me podía dormir y encima mi hermano se movía como loco en su cama, me la metí en la boca con fastidio y me pasé toda la noche jugando al fútbol como un idiota.
A la mañana estaba enojado y no quise saludar a Juan. Ni siquiera hablamos mientras tomábamos el café. Me molestaba su cara de alegría.
“¿Qué tal estuvo el fútbol, pendejo?”, me preguntó.
“Andáte a la mierda”, le contesté con bronca.
Las cosas ya no volvieron a ser iguales entre nosotros. A tal punto que el abuelo nos prohibió las pastillas de Raquel hasta que no nos amigáramos.
Esa noche con Juan intentamos llegar a un acuerdo, pero ninguno de los dos quería compartirla.
“Yo la conocí primero”, me dijo.
“Yo estuve menos veces con ella, me toca a mí”, le dije.
“Yo soy más grande”, me dijo.
“Entonces podés conseguirte otra”, le dije.
El abuelo, viendo que no nos poníamos de acuerdo, se negó a darnos pastillas, ni siquiera las de fútbol.
“Se acabo Raquel”, dijo el sábado a la tarde y cerró el cuartito con candado.
Estuve toda la tarde pensando cómo hacer para recuperar a Raquel pero no se me ocurrió nada.
El domingo me levanté con una idea fija, que había soñado toda la noche: robar las pastillas del abuelo.
Juan se había ido a jugar al fútbol con unos amigos y el abuelo estaba en misa. Fui hasta el cuartito con una escalera, me trepé por la pared del costado y abrí la ventanita. Me descolgué sobre la mesa, excitado, y prendí la luz. Había un estante lleno de frasquitos. Todos del mismo tamaño, etiquetados prolijamente: “fútbol”, “tiros”, “amor”, “juegos de naipes”, “escondida”.
Revolví los frascos y, en el fondo, contra un rincón, estaba el frasquito de Raquel, justo al lado de uno que decía “boxeo”.
Lo abrí, nervioso, y saqué las dos pastillas que quedaban. Eran celestitas, con lunares blancos. Volví a treparme al tragaluz y, cuando asomé la cabeza para salir, lo vi a Juan, que estaba parado en medio del patio, mirándome fijamente.
“Así te quería agarrar, pendejo”, me dijo, cruzándose de brazos.
Salí lentamente y me bajé de la escalera.
Juan me miraba en silencio.
Traté de pasar corriendo hacia las habitaciones pero me frenó.
“Las pastillas…”, dijo.
“¿Qué pastillas?”, le pregunté.
“Las que te afanaste”, me dijo, “o me las das o te cago a trompadas y encima le digo al abuelo”.
Metí la mano en el bolsillo y saqué una pastilla.
“Tomá, había una sola”, le dije.
Juan me dio una cachetadita y sonrió:
“Así me gusta, pendejo”.
Hasta la noche no volvimos a vernos. Cenamos en la cocina, pollo al horno con papas, con el televisor encendido.
“¿Qué les pasa que están tan serios?”, preguntó el abuelo.
“Nada”, contestó Juan, “estoy cansado porque corrí mucho”.
Yo no dije nada y se ve que el abuelo sospechó algo porque cuando terminamos de comer salió al patio y se fijo si el candado de la puerta del cuartito estaba puesto.
Nos fuimos a dormir a eso de las diez.
“Chau, pendejo, que sueñes con tus partiditos de fútbol”, me dijo Juan, riéndose, cuando apagó la luz.
“Andáte a la mierda”, le contesté, tanteando a oscuras debajo de la almohada.
Tomé la pastilla y me puse tan contento que tuve que contar como hasta trescientos antes de quedarme dormido.
En el sueño hacía calor. Yo estaba vestido con bermudas y remera verde.
Caminaba por un club, o algo así. Había cabañas y palmeras alrededor de una pileta redonda, iluminada con reflectores. Se escuchaba una música rara que venía desde algún lado.
“Bueno, ya tiene que aparecer Raquel”, pensé.
Pero Raquel no apareció, así que comencé a buscarla en las cabañas.
La primera estaba vacía. La segunda también.
Cuando abrí la puerta de la tercera sentí que el corazón se me aceleraba: había olor a ducha, a perfume.
Oí jadeos y movimientos en la habitación. Abrí la puerta y la vi, blanca y suave, desnuda, acostada en una cama con sábanas brillosas. Tenía la mirada ansiosa, crispada y húmeda, y la boca entreabierta. Encima estaba Juan, que jadeaba como un perro rabioso.
Sentí odio, sueño de mierda, oyéndola gozar debajo de mi hermano. El corazón se me salía del pecho, hijo de una gran puta.
No sé cómo me apareció un cuchillo en la mano derecha. Tenía mango de madera y serruchito.
Me acerqué sin que me oyeran, levanté el cuchillo, que parecía cada vez más grande, y se lo clavé a Juan en el espinazo. Hizo un ruido seco, a hueso roto.
Me desperté sobresaltado por el grito de Raquel, que en la última imagen del sueño chapoteaba en un charco de sangre. Eran las seis de la mañana.
La luz del día, que entraba a tiritas a través de la persiana, me tranquilizó. Miré los rayitos de luz que se colaban como estacas en la pieza, rígidos, cañitos de sol, y me puse contento.
“Pobre Juan, qué pesadilla”, pensé, “no tengo que robarle más sueños al abuelo”.
Era la primera vez que me sentía feliz por haberme despertado de un sueño de pastillas.
Sonámbulo, con los ojos hinchados y rojos como un hamster, fui hasta la cocina, preparé dos cafés y, mientras bebía sorbos cortitos y apurados, volví a la habitación.
“Te traje café, Juan”, le dije a mi hermano para despertarlo.
Encendí la luz. Juan estaba tapado hasta el pecho. Tenía el pelo revuelto y la mirada triste, perdida en algún lugar del techo. Estaba muerto.


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Autor: Luis Fontoira