martes, 27 de febrero de 2007

Sueños en pastillitas

Publicado en “El Despertar-Homenaje a Roberto Arlt”
Primera edición, Editorial Ateneo de las Letras (2000)



Cuando mi abuelo me dio por primera vez una pastilla roja ni siquiera sospeché que iba a cambiar mi vida.
A mi abuelo Oscar le decían “El Alquimista”, porque se pasaba todo el día en su laboratorio, hecho en una pieza de material en el fondo de la casa.
Mezclaba líquidos, metales, plastilina y plantas. A mí me gustaban los frasquitos aunque no me dejaba tocarlos. Nadie podía entrar al laboratorio si no estaba con el abuelo.
Esa noche, cuando tomé la primera pastilla roja, me dijo:
“Vas a soñar con globos de colores y con payasos; la hice especialmente para vos”.
Soñé toda la noche con globos y con payasos y, al día siguiente, conocí el gran secreto familiar: mi abuelo fabricaba sueños y los metía en pastillitas.
Pastillas para soñar con partidos de fútbol, pastillas para soñar con el éxito, pastillas para soñar con mujeres, pastillas para soñar con millones de dólares.
Sólo era cuestión de pedirle un sueño y esperar un par de días para que el abuelo Oscar volviera con la pastilla.
A veces se equivocaba, como aquella en la que le pedí un sueño con jueguitos electrónicos y me pasé toda la noche soñando que jugaba con un yo-yo que hacía ruiditos y prendía luces de colores. Claro, él no conocía los jueguitos electrónicos que yo quería y sólo podía meter en las pastillas sus propios sueños.
En aquella época, mi hermano Juan, que me llevaba tres años, siempre pedía pastillas de fútbol. Yo a veces también, pero prefería tomar las de jugar a la escondida o las de andar en bicicleta sin rueditas.
No había nada más lindo que dormir. A las ocho en punto nos íbamos a la cama y, si sacábamos buenas notas en el colegio, el abuelo nos preparaba sueños especiales para la siesta de los sábados. Los domingos no porque, según decía, era “el día del Señor”.
Con mi hermano siempre nos contábamos los sueños y él me cargaba por las pavadas que yo le pedía al abuelo. Pero, poco a poco, Juan dejó de hablarme de sus sueños porque decía que no eran cosas para chicos.
Yo lo miraba, intrigado y con un poco de bronca, cuando se ponía a dormir, tan ansioso y contento. Recuerdo que se despertaba feliz, con el pelo revuelto.
Mi abuelo Oscar tampoco me quería contar qué tipo de sueños le daba a mi hermano y yo sentía un odio bárbaro cuando me decían que me iba a enterar “a su debido momento”.
De todas formas, aquel secreto no me importaba tanto porque había descubierto que las pastillas de fútbol eran las mejores y me pasaba toda la noche haciendo goles.
Cuando cumplí los catorce, antes de irme a dormir, mi abuelo me llevó al patio de casa. Hacía calor y lloviznaba.
“Hoy vas a conocer a Raquel”, me dijo, y me puse a temblar como una hoja.
Fui hasta la pieza, me acosté y, tratando de no pensar demasiado en el asunto, me metí la pastilla en la boca y apagué la luz.
En el sueño yo estaba acostado en una cama rara, muy grande, con techo y cortinitas. Había un ventanal que daba a una playa. Era de noche. Se oía el viento y entraba olor a mar. Raquel, porque yo sabía que era Raquel en el sueño, golpeó la puerta y, sin esperar a que yo contestara, entró en la habitación. Era morocha, con el pelo enrulado y largo, y estaba en ropa interior; en ropa interior blanca. Me miró desde la puerta y caminó hasta el costado de la cama. Yo estaba muy nervioso pero cuando levantó las sábanas para acostarse conmigo sentí algo muy raro y lindo. Respiré hondo y traté de no mirarla. Comenzó a acariciarme y se metió debajo de las sábanas. Sentí su respiración en mi cuello, en mi cara. Me besó en los labios y después me metió la lengua en la boca, despacito.
Me desperté sobresaltado en medio de la noche. Estaba transpirado y confundido, hecho un ovillo entre las sábanas mojadas. Me levanté a tomar un poco de agua con la imagen de Raquel siguiéndome por el pasillo. Antes de volver a la habitación me miré en el espejo del baño y sonreí. Tenía el pelo revuelto y los ojos brillosos. Saqué músculo y me dije:
“Vamos muchacho, todavía”.
Volví a la cama y no pude pegar un ojo.
Cuando me levanté me crucé con el abuelo en la cocina y me dio vergüenza. Traté de no mirarlo, pero me preguntó:
“¿Y, que tal estuvo Raquel?”
Me puse colorado y el abuelo se dio cuenta, porque se fue hacia el patio y sólo me acarició la espalda.
Estuve todo el día pensando en Raquel, esperando que llegara la noche para tomar otra pastilla, aunque algo preocupado porque sabía que me iba a dar vergüenza pedírsela al abuelo.
Cuando llegué a casa y fui a cambiarme a la habitación vi que el el abuelo me había dejado una pastillita arriba de la mesa de luz.
“Que grande”, pensé.
Apenas comí y me fui a acostar lo más rápido que pude. En la cocina, mi hermano se quedaba discutiendo con el abuelo.
“Esto no puede ser”, alcancé a oír.
Esa noche soñé que estaba en un bosque y hacía calor. Raquel estaba vestida de rojo y nos acostábamos en el pasto, cerca de un río.
Me desperté tan contento que hasta tenía ganas de correr. Mi hermano, en cambio, estaba enojado. Tan enojado que me dijo:
“¿Por qué no seguís soñando con boludeces, pendejo?”
No entendí por qué estaba enojado conmigo, además, me sentía demasiado contento como para hacerme problemas.
A la noche llegó la gran frustración: mi abuelo me había preparado una pastilla de fútbol.
Yo no le dije nada porque todavía me daba vergüenza, pero seguramente se dio cuenta porque aclaró:
“Todos los días no se puede, aparte hoy le toca a tu hermano”.
Me dio tanta bronca que al principio no quise tomarla, pero como no me podía dormir y encima mi hermano se movía como loco en su cama, me la metí en la boca con fastidio y me pasé toda la noche jugando al fútbol como un idiota.
A la mañana estaba enojado y no quise saludar a Juan. Ni siquiera hablamos mientras tomábamos el café. Me molestaba su cara de alegría.
“¿Qué tal estuvo el fútbol, pendejo?”, me preguntó.
“Andáte a la mierda”, le contesté con bronca.
Las cosas ya no volvieron a ser iguales entre nosotros. A tal punto que el abuelo nos prohibió las pastillas de Raquel hasta que no nos amigáramos.
Esa noche con Juan intentamos llegar a un acuerdo, pero ninguno de los dos quería compartirla.
“Yo la conocí primero”, me dijo.
“Yo estuve menos veces con ella, me toca a mí”, le dije.
“Yo soy más grande”, me dijo.
“Entonces podés conseguirte otra”, le dije.
El abuelo, viendo que no nos poníamos de acuerdo, se negó a darnos pastillas, ni siquiera las de fútbol.
“Se acabo Raquel”, dijo el sábado a la tarde y cerró el cuartito con candado.
Estuve toda la tarde pensando cómo hacer para recuperar a Raquel pero no se me ocurrió nada.
El domingo me levanté con una idea fija, que había soñado toda la noche: robar las pastillas del abuelo.
Juan se había ido a jugar al fútbol con unos amigos y el abuelo estaba en misa. Fui hasta el cuartito con una escalera, me trepé por la pared del costado y abrí la ventanita. Me descolgué sobre la mesa, excitado, y prendí la luz. Había un estante lleno de frasquitos. Todos del mismo tamaño, etiquetados prolijamente: “fútbol”, “tiros”, “amor”, “juegos de naipes”, “escondida”.
Revolví los frascos y, en el fondo, contra un rincón, estaba el frasquito de Raquel, justo al lado de uno que decía “boxeo”.
Lo abrí, nervioso, y saqué las dos pastillas que quedaban. Eran celestitas, con lunares blancos. Volví a treparme al tragaluz y, cuando asomé la cabeza para salir, lo vi a Juan, que estaba parado en medio del patio, mirándome fijamente.
“Así te quería agarrar, pendejo”, me dijo, cruzándose de brazos.
Salí lentamente y me bajé de la escalera.
Juan me miraba en silencio.
Traté de pasar corriendo hacia las habitaciones pero me frenó.
“Las pastillas…”, dijo.
“¿Qué pastillas?”, le pregunté.
“Las que te afanaste”, me dijo, “o me las das o te cago a trompadas y encima le digo al abuelo”.
Metí la mano en el bolsillo y saqué una pastilla.
“Tomá, había una sola”, le dije.
Juan me dio una cachetadita y sonrió:
“Así me gusta, pendejo”.
Hasta la noche no volvimos a vernos. Cenamos en la cocina, pollo al horno con papas, con el televisor encendido.
“¿Qué les pasa que están tan serios?”, preguntó el abuelo.
“Nada”, contestó Juan, “estoy cansado porque corrí mucho”.
Yo no dije nada y se ve que el abuelo sospechó algo porque cuando terminamos de comer salió al patio y se fijo si el candado de la puerta del cuartito estaba puesto.
Nos fuimos a dormir a eso de las diez.
“Chau, pendejo, que sueñes con tus partiditos de fútbol”, me dijo Juan, riéndose, cuando apagó la luz.
“Andáte a la mierda”, le contesté, tanteando a oscuras debajo de la almohada.
Tomé la pastilla y me puse tan contento que tuve que contar como hasta trescientos antes de quedarme dormido.
En el sueño hacía calor. Yo estaba vestido con bermudas y remera verde.
Caminaba por un club, o algo así. Había cabañas y palmeras alrededor de una pileta redonda, iluminada con reflectores. Se escuchaba una música rara que venía desde algún lado.
“Bueno, ya tiene que aparecer Raquel”, pensé.
Pero Raquel no apareció, así que comencé a buscarla en las cabañas.
La primera estaba vacía. La segunda también.
Cuando abrí la puerta de la tercera sentí que el corazón se me aceleraba: había olor a ducha, a perfume.
Oí jadeos y movimientos en la habitación. Abrí la puerta y la vi, blanca y suave, desnuda, acostada en una cama con sábanas brillosas. Tenía la mirada ansiosa, crispada y húmeda, y la boca entreabierta. Encima estaba Juan, que jadeaba como un perro rabioso.
Sentí odio, sueño de mierda, oyéndola gozar debajo de mi hermano. El corazón se me salía del pecho, hijo de una gran puta.
No sé cómo me apareció un cuchillo en la mano derecha. Tenía mango de madera y serruchito.
Me acerqué sin que me oyeran, levanté el cuchillo, que parecía cada vez más grande, y se lo clavé a Juan en el espinazo. Hizo un ruido seco, a hueso roto.
Me desperté sobresaltado por el grito de Raquel, que en la última imagen del sueño chapoteaba en un charco de sangre. Eran las seis de la mañana.
La luz del día, que entraba a tiritas a través de la persiana, me tranquilizó. Miré los rayitos de luz que se colaban como estacas en la pieza, rígidos, cañitos de sol, y me puse contento.
“Pobre Juan, qué pesadilla”, pensé, “no tengo que robarle más sueños al abuelo”.
Era la primera vez que me sentía feliz por haberme despertado de un sueño de pastillas.
Sonámbulo, con los ojos hinchados y rojos como un hamster, fui hasta la cocina, preparé dos cafés y, mientras bebía sorbos cortitos y apurados, volví a la habitación.
“Te traje café, Juan”, le dije a mi hermano para despertarlo.
Encendí la luz. Juan estaba tapado hasta el pecho. Tenía el pelo revuelto y la mirada triste, perdida en algún lugar del techo. Estaba muerto.


***
Autor: Luis Fontoira